Constantino

 
Constantinopla. Planteándose si Nicomedia era la ciudad adecuada como capital del Imperio, Constantino fijó su atención en la antigua ciudad de Bizancio. Fundada por los griegos mil años antes, se hallaba a ochenta kilómetros al oeste de Nicomedia, en la parte europea del Bósforo, el estrecho que comunicaba por mar las grandes llanuras productoras de cereales del norte del mar Negro con las prósperas ciudades de Grecia y Asia Menor. Su situación era estratégicamente perfecta. Rodeada de agua por tres lados, no podía ser rendida por hambre solamente; el invasor debería ser fuerte por tierra y mar a la vez. Al mismo tiempo, estaba lo suficientemente cerca de los enemigos a los que convenía vigilar: los bárbaros del norte y los persas del este. Poco después del Concilio de Nicea comenzó la construcción de la nueva ciudad. Constantino invirtió un fortuna en el proyecto. Envió a ella trabajadores y arquitectos de todo el Mediterráneo. Como el Imperio no disponía ya de artistas y escultores suficientes para embellecerla, Constantino despojó de sus estatuas y obras de arte a las ciudades más antiguas. Finalmente, el 11 de mayo de 330 fue inaugurada la nueva capital, llamada Konstantinou polis («Ciudad de Constantino»). Constantinopla creció rápidamente; en tanto que residencia del emperador y sede de la corte, pronto se llenó de un gran número de funcionarios del gobierno y devino el prestigioso centro del Imperio. Al siglo siguiente ya rivalizaba con Roma en prosperidad y grandeza, y, tras la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476, sería la capital del Imperio Bizantino durante casi un milenio. En la imagen, La fundación de Constantinopla, de Peter Paul Rubens.