Epicteto

(Hierápolis, c. 50 - Nicópolis, c. 125) Filósofo estoico. En Roma fue esclavo de Epafrodito, liberto de Nerón, y siguió las lecciones del estoico Musonio Rufo; una vez emancipado, se dedicó a la filosofía, en especial a la moral. Con otros filósofos hubo de dejar Roma por decreto de Domiciano (94). A partir de su enseñanza oral, su discípulo Flavio Arriano de Nicomedia elaboró las Disertaciones de Epicteto, conjunto de lecciones del maestro, y el Enquiridión (traducido como Manual o Manual de vida), colección de máximas.


Epicteto

Epicteto nació el año 50 cerca de Hierápolis de Frigia, la ciudad de Cibeles, ruidosa de ritos orgiásticos y llena de vapores sagrados. No se sabe cuándo ni cómo fue llevado esclavo a Roma. También su nombre resulta incierto; posiblemente debe de ser un mero adjetivo ("apéndice"). Su señor Epafrodito, a quien algunos juzgan el famoso liberto de Nerón, le desfiguró con fría crueldad. Mientras el instrumento de tortura iba torciéndole la pierna, Epicteto se limitó a decir al verdugo: "¡Mira que la romperás!" Y cuando, finalmente, la pierna llegó a quebrarse, Epicteto añadió sencillamente: "¡Ya te lo dije!"

Esta narración proviene de Celso, cuyas páginas se hallan reproducidas por Orígenes (Contra Celsum, III, 368); y aun cuando el Léxico de Suidas no ofrece la misma explicación dramática del defecto de Epicteto, que atribuye al reuma, no hay otros motivos para rechazar algo aceptado por autores como Orígenes y los hermanos Cesario y Gregorio Nacianceno. Indudablemente, Epafrodito no debía de ser un amo generoso; para librarle de las acusaciones de crueldad resultan insuficientes el permiso que dio a Epicteto para que pudiera asistir a las lecciones de Musonio Rufo y, finalmente, la manumisión de su esclavo.

Epicteto citaba algunos rasgos de su antiguo dueño, que no proponía a la imitación de los discípulos; esto fue toda su venganza. El filósofo estoico Musonio Rufo ejerció en Epicteto una impresión indeleble y convirtió al esclavo en un "gran misionero del estoicismo" (Souilhé), entendido precisamente como forma de vida, y en un admirable maestro de los jóvenes. La mejor aristocracia romana, con los nombres más ilustres de la época neroniana, que vivió momentos de terror, profesó un estoicismo del que hasta cierto punto hizo una moda.

Sin embargo, la tiranía y la filosofía no podían coexistir, y Musonio Rufo se vio desterrado por Nerón; Epicteto, comprendido en la proscripción senatorial general del 94 dirigida contra filósofos, matemáticos y astrólogos, se estableció en Nicópolis, en el Epiro, donde poco tiempo después se hizo tan famoso que atrajo con sus enseñanzas a cuantos viajeros hacían escala allí de paso para la Magna Grecia, incluido el infatigable periegeta que fue el emperador Adriano. Tanto en Nicópolis como en Roma, Epicteto vivió pobre y solo. Simplicio dice que únicamente para cuidar de un huerfanito adoptado tomó consigo a una mujer, hacia el final de su vida. Murió entre los años 125 y 130.

Su palabra era tan vigorosa, espontánea y sincera que ha permanecido viva en las notas redactadas con fidelidad taquigráfica por un amoroso discípulo, Flavio Arriano de Nicomedia. A él y a su fiel entusiasmo debemos las Disertaciones y el Enquiridión. Se conservan además algunos fragmentos procedentes de Marco Aurelio, Aulo Gelio, Arnobio y Stobeo. Sin embargo, el lenguaje rudo, los vivos parangones y la energía austera son siempre del maestro. Arriano no quiso presentarse en absoluto como autor y fue sólo un editor perfecto.

Aun cuando Epicteto no resulte nada original en el ámbito especulativo, sí lo es, en cambio, en su completa transposición práctica del estoicismo, al cual no pide una vida tranquila junto a los demás, ni una optimista armonía con las grandes leyes, inmanentes, con el mismo Dios, en el mundo, sino (y en ello aparece la profunda huella de su persona humana) la libertad como conquista ética, liberación religiosa más bien, e independencia absoluta del alma. En las Disertaciones no alienta el gran estoicismo de Séneca y Posidonio. Epicteto busca la virtud (libertad y no sabiduría) con una especie de inflexibilidad y con la fe comunicativa que anima su lenguaje.

Traducidas también a veces como Diatribas o Discursos de Epicteto, las Disertaciones se componían originariamente de ocho libros de los que sólo nos han llegado cuatro. En una carta dirigida a Aulo Gelio y puesta al principio de las Disertaciones, el mismo Flavio Arriano de Nicomedia afirma que se ha limitado a transcribir fielmente cuanto oyó de labios del maestro en la escuela por él fundada en Nicópolis, en Epiro. Y que espera que, aun a través de su estilo desaliñado, se manifieste claramente la sublimidad de las enseñanzas de Epicteto y la excelsa misión moral que con ellas se propuso.

Las Disertaciones es una obra de una importancia fundamental para conocer el tercer período del estoicismo, llamado romano, que tiene en Epicteto y en Marco Aurelio sus máximos representantes. El interés del filósofo se dirige sobre todo a los problemas morales, y, abandonando la tendencia ecléctica en que el estoicismo había caído, recoge en todo su rigor el concepto de una voluntad racional que gobierna al mundo y a la que el individuo debe entera sujeción. De ahí el aire de religiosidad que respira toda la obra. Es de notar también la influencia que sobre Epicteto han ejercido las doctrinas cínicas; por lo demás, no sólo en el título, sino también en la forma, las disertaciones redactadas por Arriano evocan las "diatribas" cínicas de carácter popular.

Primer concepto fundamental en la construcción de Epicteto es el de la Providencia divina que gobierna el mundo y que lo dirige según las leyes de la naturaleza (coincidentes con las de la razón humana) en el mejor de los modos. Dios, padre de los hombres, lo ha predispuesto todo para su bien material y moral; si el mal interviene en la vida humana no es culpa de la Providencia, sino del hombre mismo que, olvidando su origen sublime y su razón (centella divina que debería guiarlo en todas sus acciones), se deja seducir por falsas apariencias del bien y se somete a los vicios y pasiones.

Con tal proceder, el hombre renuncia a su privilegio, se hunde en la miseria y niega aquella libertad suprema que Dios ha querido darle sólo a él entre todos los seres del universo. El hombre es, en efecto, libre, desde el momento que tiene en su poder las únicas cosas que importan: el uso de su pensamiento, de sus inclinaciones, de su voluntad, de todo cuanto precisa para preservar por completo su libertad de una primera cadena de esclavitud, la de las pasiones que turban el espíritu como enfermedades del alma. En cuanto al segundo vínculo de esclavitud, el de las cosas exteriores, tiene su origen en una idea errónea: honores, riquezas, salud o nuestro mismo cuerpo no nos pertenecen; nos han sido dejados en préstamo, en usufructo; en cualquier momento nos pueden ser exigidos y nosotros debemos estar dispuestos a devolverlos sin demora y sin pesar.

Por esto el hombre debe aprender a cifrar todos sus gozos y pesares en aquello que, por ser de naturaleza interior, permanece inalterable, firme y libre de cualquier traba. ¿De dónde saca el hombre la fuerza para ser prudente, seguro de sí mismo, libre frente a los demás hombres y a las adversidades de la vida? Se la da Dios, de quien ha recibido con la razón una partícula inmortal de su omnipotencia. El hombre debe venerar esta porción divina que hay en él y protegerla del contagio de los sentidos, debe escucharla y obedecerla en las horas de duda y de tentación: ella es la conciencia que le conduce a obrar el bien y a vencer serenamente el mal, y la más sólida garantía de su virtud y de su felicidad.

Otro concepto fundamental que inspira las Disertaciones y que está estrechamente ligado al precedente es el de la fraternidad humana; todos los hombres, en calidad de hijos de Dios, son hermanos entre sí, y se deben afecto y ayuda mutuos. Las faltas de nuestro prójimo deben inspirar en nosotros la comprensión y la piedad; debemos ser cautos en juzgar y serenos y justos en castigarlas, cuando sea necesario. Y cuando alguien nos ofenda, pensemos que el vengar la ofensa redundaría sólo en nuestro daño, porque menguaría nuestra integridad moral; y éste es precisamente el único mal que puede hacerse a un hombre digno de este nombre.

De todos los problemas particulares examinados por Epicteto, que abarcan casi todos los aspectos de la vida espiritual y de las relaciones sociales del individuo, aparece claro y completo el concepto de la vida como misión, la cual debe ser realizada mediante la elevación constante de nuestro espíritu y del de los demás, y mediante la obediencia (humilde y al propio tiempo activa y operante) a la voluntad de Dios. Por estas razones fundamentales y por los principios que de ellas se derivan (resignación en los sufrimientos y privaciones y amor fraterno hacia todos los hombres, junto a los cuales el sabio debe sentirse y hacerse sentir como enviado, siervo y ministro de Dios), la concepción de Epicteto tiene un carácter religioso tan acentuado que llegó a correr la especie de que había pertenecido secretamente al cristianismo.

El Enquiridión o Manual de Epicteto, obra también de Flavio Arriano, es una colección de máximas y de enseñanzas morales expuestas en clara forma discursiva, orgánica y de lograda brevedad, generalmente conocida gracias a la hermosa versión que Giacomo Leopardi hizo en 1825. Partiendo de la libertad como bien supremo, Epicteto distingue entre las cosas que dependen de nosotros y, por ello, son libres (juicio, intelecto, inclinación, deseo, aversión) de aquellas otras que no dependen de nosotros (cuerpo, salud, fortuna, riqueza, honores) y por ello son esclavas. Solamente las primeras tienen un relieve moral, en cuanto son útiles para la dignidad y la perfección del alma; las segundas se dividen en preferibles (por ejemplo, la salud) y no deseables (por ejemplo, la enfermedad), pero como no poseen relieve moral se mantienen como extrañas a nuestro ser íntimo y, en consecuencia, no encierran importancia.

El sabio, que sabe distinguir las dos categorías, es integralmente libre: nada ni nadie pueden privarle de lo que es suyo: "Ni el propio Júpiter puede forzarme a desear lo que no quiero ni a creer en lo que no creo". La libertad comienza con el dominio de sus propios impulsos irracionales (instintos, vicios, pasiones) y se extiende al de las ambiciones, decepciones, hechos sociales y políticos, el miedo a las enfermedades y a la muerte. Porque el sabio, si no puede quedar inmune de muchos acaecimientos reputados como males, tiene facultad, al menos, para regular las reacciones de su propio espíritu frente a aquellos acontecimientos: "Suprime la idea y suprimirás también el hecho".

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].