Gabriel Orozco
(Xalapa, 1962) Artista plástico mexicano, uno de los más valorados en el circuito internacional, autor de una obra amplia y polivalente que abarca desde la escultura hasta las instalaciones espontáneas, pasando por la fotografía, el vídeo, el dibujo y el arte-objeto.
Gabriel Orozco
Considerado uno de los diez creadores más importantes e influyentes del mundo, quizás el mayor renovador de las artes plásticas de los últimos años, la obra de Orozco resulta imprescindible en cualquier acontecimiento importante de arte contemporáneo y enriquece bienales y museos de Europa y América.
Gabriel Orozco nació en Xalapa, capital del estado mexicano de Veracruz, en 1962. Creció y estudió en Ciudad de México, y su personalidad se forjó en el campus y en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor de Iberoamérica. En 1986 inició, con un viaje de estudios de un año a Madrid, el periplo de quien en 2005 aún no era profeta en su tierra y desde hacía tiempo, en cambio, resultaba ser un gran renovador para el resto del mundo.
Gabriel Orozco vive a caballo entre Nueva York y París, más que en México, cuyo arte considera atrasado en medio del neomexicanismo. Desde principios de la década de 1990, cuando abandonó la escultura de corte más tradicional, su trabajo respondía a los distintos materiales, contextos y situaciones que encontraba en los espacios públicos de cualquier parte del mundo. Allí, en medio de lo cotidiano, plantaba lo insólito. Su obra “reescribe ciudades”, se ha dicho.
No tiene estudio, porque quiere crear, convertir cualquier situación en experiencia estética, y no le interesa trabajar en un ambiente totalmente preestablecido. Tampoco tiene galería, aunque abrió una, llamada Kurimanzutto, cuya principal característica es que no tiene lugar, o al menos espacio, fijo. La abrió para otros iconoclastas tan creativos como él, porque Orozco no la necesitaba desde que se abocó al triunfo al exponer su creación La DS, un Citroën rebanado y transformado, sin la parte central, en una especie rara de bólido estilizado.
Artista iconoclasta
Desde mediados de la década de 1990 se le consideraba el más significativo e indefinible renovador, y corroboraba lo atrevido de sus ideas cada vez que exponía, por ejemplo, una caja de zapatos. “Una cosa vacía de significado, recipiente de polvo y caja de la nada”, decía. A los comentarios más hostiles, entre el alud de críticas que recibía, respondía: “Sí, cualquiera pudo hacerlo, pero yo tuve los huevos”.
Por contra, respaldaba con impresionante prueba fotográfica la concentración y minuciosidad que requerían muchos de sus trabajos. Por ejemplo, en Black Kites, una calavera que en 1997 cubrió con franjas entrecruzadas hasta formar un ajedrez desfigurado. Orozco decía dibujar así en la tercera dimensión. Cuando salía a la calle no llevaba ni una cámara, pero con su método de trabajo quería “generar un espacio de resignificación o dislocación y reconsideración” de su entorno.
La DS (1993)
y Black Kites (1997)
Buena parte de la originalidad y el eclecticismo que caracterizaban su obra, y de las que se preciaba, provenía del rescate y la exploración de los objetos y materiales más dispares. Muchos de ellos iban de la calle a su taller y de ahí a un museo. Entre sus creaciones se encontraban innumerables piezas perdidas, residuos urbanos, materiales efímeros y otros testimonios de la industria y el consumo. Recorría insaciable las playas de México, singularmente las de Oaxaca, o los barrios bajos de las megalópolis, como Nueva York, para recoger latas oxidadas, etiquetas de cervezas, rejillas de construcción y otras basuras que transformaba en objetos de arte con el mimo de un padre y la ilusión de un niño.
Un amigo de la infancia convertido en cineasta, Juan Carlos Martín, lo acompañó en su tría artístico-basurera durante año y medio a partir de 1999, para plasmar un desenfadado e irreverente collage de música, formas y formatos abigarrados en el documental Gabriel Orozco (2002), que ganó varios premios como película, documental, interpretación y dirección. Martín contraponía las sesudas interpretaciones de los especialistas a los arranques espontáneos de creación o transformación de los que hacía gala el artista consagrado. “El estilo es un accidente, no se busca”, decía Orozco, quien meciéndose en una hamaca, revelaba entre cerveza y cerveza la propia incomprensión de sí mismo y, al mismo tiempo, que no se tomaba demasiado en serio.
La repercusión internacional de la obra de Orozco apenas empezaba a llegar a México cuando el Museo Rufino Tamayo de la capital le dedicó en 2000 una muestra retrospectiva que desató una gran polémica. Orozco habría de escapar de nuevo del “localismo” mexicano. Sólo en 2005 vino a reconocer que el arte había crecido en México “en los últimos cuatro años”, si bien precisó que las inversiones fueron muy limitadas y los propios artistas tuvieron que emprender el vuelo. Consideraba, además, que la crítica se había quedado atrás, estancada.
En 2005 el arte mexicano desembarcó en Madrid con la Feria ARCO y se desbordó por centros y galerías. El Museo Centro de Arte Reina Sofía presentó durante tres meses una exposición en la que Gabriel Orozco resumió la diversidad de quince años de explosión creativa y dio también vida escultórica al Palacio de Cristal. Sombra entre aros de aire, una recreación de la obra desmontable que en 2003 presentó el pabellón de Italia en la histórica 50ª Bienal de Venecia, se convirtió en el Retiro en un renovado diálogo entre arquitectura y escultura en relación con lo platónico y lo real, con el tiempo y el arte.
Los visitantes de la peculiar retrospectiva, reunida por la constante de la memoria del tiempo -como señaló el propio Orozco-, pudieron incluso participar en esa inacabable creación y transformación de la obra orozquiana. Una pieza de plastilina, Piedra que cede, del mismo peso que su hacedor, mostraría, siempre distintas, las huellas de ser trasladada rodando por el suelo y manoseada por innumerables admiradores.
Hasta el enojo vino rechazando Orozco la cómoda etiqueta de conceptual que le colgaban por doquier para encajarlo al menos entre los alejados del arte tradicional. Él consideraba que su estilo era tan nuevo que requería de la invención de un rótulo diferenciador. Y estaba contento al añadir: “Por suerte, mi arte y yo todavía no tenemos ese nombre específico”. Aún le quedaban muros y fronteras que abatir en su quehacer incansable.
Su participación como comisario en el equipo organizador en aquella Bienal de Venecia de 2003, así como en la exposición “The Everyday Altered”, dio mucho que hablar, como él mismo reconocería. Cuando ARCO le ofreció llevar la sección de México como país invitado, prefirió centrarse en su propio proyecto, aunque, en su opinión, el artista “necesita de ese comisario, conciencia y espejo, que le ayude a descubrir lo que él mismo no ve en su obra”.
Los expertos señalaban que los juegos de opuestos y la percepción de las dualidades de las cosas eran preocupaciones constantes que dotaban a este jalapeño de un carácter universal: lo humano y lo mecánico, lo hallado y lo manufacturado, la naturaleza y el impacto ambiental, la geometría y el azar, la muerte y el concepto de lo infinito… Una curiosidad filosófica que no se traducía con grandilocuencia, sino que apelaba de manera directa a la emoción o jugaba con lo instantáneo. Como esa Respiración sobre piano, un halo que desaparecía y sólo quedaba registrado en una fotografía. Muchas de sus propias fotos de creación se convertían en extraordinarias por su título.
La ironía lo llevó a crear Oval con péndulo, una mesa ovalada de billar, y a exhibirla en el Tate Modern, o a invitar a leer al espectador en clave sociopolítica una instalación como Proyecto Penske, consitente en fotos de vasijas de barro de diversas culturas. Su obra Vitral, un póster que en 2004 se pudo ver en las estaciones del metro de Londres, partía de una fotografía de un árbol lleno de cometas enredados que el artista tomó unos años antes en Jaipur, India. “El árbol no tenía hojas y los papalotes abandonados, que reflejaban el sol de la tarde, crearon un entramado geométrico de hojas de colores; en el metro se ve muy bien”, diría.
En el año 2005 se publicó en México el primer libro con dieciséis textos escritos por historiadores del arte y especialistas, todos extranjeros, sobre la obra de este trotamundos convertido en gurú del arte iconoclasta. A estas alturas, Europa y América lo adoraban, y esperaban con ansiedad ver qué haría Gabriel Orozco la próxima vez que creara una obra en el mismo lugar en el que iba a exhibirla.
Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «» [Internet].
Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en
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