El agua

En el siglo VI a.C., el pensador griego Tales de Mileto sostuvo que el agua es el arjé, es decir, el principio y origen de todas las cosas; filósofos posteriores vieron tal principio en el aire (Anaxímenes), la tierra (Jenófanes) o el fuego (Heráclito). Un siglo después, acogiendo estos planteamientos en una formulación ecléctica, Empédocles de Agrigento afirmó que todos los seres de la naturaleza estaban formados por una combinación de agua, tierra, aire y fuego; tal concepto pasó a Aristóteles, y a través de él, la teoría de los «cuatro elementos» mantuvo su vigencia nada menos que hasta el siglo XVIII. Sólo a finales de dicha centuria Antoine Lavoisier, fundador de la química moderna, clarificó definitivamente los conceptos de elemento (sustancia no descomponible por medios químicos) y compuesto (sustancia formada por elementos); e, interpretando correctamente un experimento anterior de Henry Cavendish, dedujo que el agua es un compuesto de oxígeno e hidrógeno.


Cataratas de Iguazú

La ciencia actual da cumplida explicación de las propiedades físicas y químicas del agua, y aunque contradice en su sentido literal las ideas del sabio de Mileto, no es menos cierto que ha corroborado su intuición básica otorgando al agua una singular importancia en multitud de fenómenos físicos, químicos y biológicos. Es imposible exagerar su papel en casi todos los procesos que se desarrollan en nuestro planeta, desde los ciclos vitales de las bacterias más minúsculas hasta el modelado de los continentes. Así, el agua no sólo es imprescindible para la fertilidad del suelo y para la vida vegetal y animal, sino que también es un componente fundamental de los seres vivos y el medio disolvente que posibilita los procesos metabólicos celulares. Sólo en tiempos recientes, ante el exponencial crecimiento demográfico y el incremento de los usos agrícolas e industriales, la humanidad ha empezado a tomar conciencia de la necesidad de preservar y racionalizar el consumo de un recurso que anteriormente pareció inagotable.

Propiedades físicas y químicas del agua

El agua es un líquido insípido, inodoro y transparente en espesores pequeños, pero de color azul verdoso cuando se observa en grandes masas. Químicamente es un compuesto sencillo: sus moléculas están formadas por dos átomos de hidrógeno unidos a un átomo de oxígeno (H2O).


Molécula de agua

Si se considera que un átomo de hidrógeno pesa sólo la dieciseisava parte (1/16) de un átomo de oxígeno, la mayor parte del peso del agua se debe al oxígeno: el 88,8 % del peso es oxígeno y el 11,2 % es hidrógeno. Este porcentaje es el mismo para una sola molécula de agua y para un lago lleno de moléculas de agua. En el agua pura, una de cada 555 millones de moléculas se descompone espontáneamente en un ion hidrógeno y un ion hidróxido (un ion es un átomo o grupo de átomos cargado eléctricamente). La presencia de estos iones basta para que el agua sea ligeramente conductora de electricidad; por esta razón, resulta peligroso que haya electricidad alrededor del agua.

Los elementos que constituyen el agua son gases (hidrógeno y oxígeno), y a partir de ellos puede obtenerse (sintetizarse) agua. No ocurre nada si estos dos gases meramente se mezclan; es preciso que una llama o una chispa inicie la reacción, que se produce entonces con violencia explosiva. La tremenda energía que se libera indica que el agua es un compuesto sumamente estable, es decir, que resulta difícil descomponer una molécula de agua en los elementos que la integran: el vapor de agua no empieza a disociarse hasta los 1.300 °C. Sin embargo, es fácil descomponer el agua mediante sustancias ávidas de alguno de sus componentes. Así, el flúor, el cloro o el bromo pueden fijar el hidrógeno y desprender el oxígeno contenidos en el agua, mientras que el fósforo, el carbono o el silicio liberan el hidrógeno al combinarse con el oxígeno.

El agua es una de las pocas sustancias que, en un margen de temperaturas relativamente estrecho, se presenta en tres estados: líquido, sólido (hielo) y gaseoso (vapor); de ahí que sea fácil observarla en todas sus formas en la naturaleza. Sus temperaturas de cambio de estado son las referencias de la escala termométrica Celsius; a una atmósfera de presión, el agua se congela a 0 °C y hierve a 100 °C. Diversos términos específicos (fusión, condensación, etc.) designan los distintos cambios de estado.


Cambios de estado del agua

El agua tiene un calor específico elevado, igual a 1 caloría/g °C. Que ese valor sea precisamente 1 no debe sorprendernos, ya que es consecuencia de la propia definición de caloría: cantidad de calor que es preciso suministrar a un gramo de agua para elevar su temperatura un grado centígrado. Debido a este elevado calor específico, las grandes masas de agua, al calentarse o enfriarse de forma más lenta que las rocas y el suelo, actúan como moderadoras del clima, lo que explica que el clima continental presente valores de temperatura más extremos (tanto en verano como en invierno) que el clima marítimo. Por la misma razón, gracias a la considerable proporción de agua que contienen, los organismos vivos quedan relativamente protegidos frente a las inclemencias del tiempo y pueden mantener la temperatura interna necesaria para los procesos metabólicos.

Otra propiedad singular del agua es que aumenta de volumen al pasar al estado sólido, algo muy infrecuente, pues la casi totalidad de las demás sustancias forman sólidos de mayor densidad que se hunden en el líquido. Esta rareza del agua es muy afortunada para la vida, ya que, al flotar sobre el agua líquida, el hielo forma una capa que impide que los lagos, ríos e incluso mares se congelen por completo en los climas fríos, lo que haría imposible la vida en esos ecosistemas e incluso en los océanos. Debido a esta peculiaridad, el agua infiltrada en las rocas puede resquebrajarlas al congelarse, y también reventar las cañerías de las viviendas.

También otras características, que difieren mucho de las de otras sustancias de composición similar, revisten una importancia fundamental para los organismos vivos. El agua es un excelente disolvente que actúa como medio de transporte en el interior de los seres vivos y hace posibles los múltiples procesos químicos que constituyen el metabolismo de las células; a esta misma propiedad se debe que sea prácticamente imposible encontrar agua pura en la naturaleza: por lo regular, incluso la que bebemos contiene sales disueltas. Su alta tensión superficial, por otra parte, confiere al agua una elevada capilaridad (capacidad para ascender por conductos muy estrechos), gracias a la cual puede subir desde las raíces hasta las ramas y hojas de una planta, permitiendo a los vegetales absorber la humedad y las sales del suelo.

La hidrosfera

El agua es la sustancia más abundante de la corteza terrestre (1.360 millones de kilómetros cúbicos); tal es la magnitud de su volumen que recibe el nombre de hidrosfera la capa discontinua de la superficie terrestre (entre la litosfera y la atmósfera) que alberga todas las aguas del planeta: océanos, mares, casquetes polares, glaciares, nieves estacionales o perpetuas, ríos, lagos y aguas subterráneas.

Sin embargo, la práctica totalidad del agua es salada (97 %), y de la dulce, casi el ochenta por ciento se halla contenida en los casquetes polares o en los glaciares. El agua dulce utilizable, en consecuencia, es un porcentaje muy pequeño del total, y más teniendo en cuenta que el importante volumen almacenado en el subsuelo (acuíferos y otras aguas subterráneas) no siempre es accesible o explotable; se aprovechan al máximo, en cambio, los recursos hídricos superficiales (ríos, lagos, manantiales). El volumen anual de precipitaciones sobrepasa los 500.000 kilómetros cúbicos, de los cuales unos 100.000 caen sobre los continentes.


Distribución de las aguas de la hidrosfera

La evaporación del agua de los mares y de los ríos produce el vapor de agua; la condensación del vapor forma las nubes que, a su vez, se encargan de devolver a la superficie de la tierra, en forma de lluvia o de nieve, el agua que da lugar a los ríos y arroyos (aguas corrientes) y la que forma las capas subterráneas (aguas de infiltración).

Estas últimas se mineralizan al actuar sobre las rocas, disolviendo las sustancias solubles que contienen. Según la proporción de sales disueltas, fundamentalmente de calcio y de magnesio (cloruros, sulfatos e hidrogenocarbonatos), estas aguas se llaman «blandas» o «duras», situándose el límite entre ambas en los 0,5 gramos de sales por libro. El nombre de «aguas minerales» está reservado a aquellas que contienen una proporción considerable de sales de valor terapéutico.

El ciclo del agua

El agua presente en forma de vapor en la atmósfera se intercambia de forma cíclica con el agua superficial de los océanos y de los continentes por medio de tres mecanismos: la evaporación, la condensación y las precipitaciones. Se llama precisamente ciclo del agua o ciclo hidrológico a ese flujo constante entre los diferentes «depósitos naturales» de agua (la atmósfera, los océanos, los continentes).

Las masas de agua líquida calentadas por la radiación solar desprenden vapor de agua por evaporación. Cuando el aire húmedo asciende y se enfría, se produce la condensación del vapor en minúsculas gotas de agua que forman nubes. El movimiento de las masas de aire y los cambios en su temperatura y presión da lugar a las precipitaciones, ya sean líquidas (lluvia) o sólidas (nieve, granizo).


El ciclo del agua

El agua caída en forma de precipitaciones tiene diferentes destinos: una parte se evapora directamente; otra circula por la superficie terrestre por efecto de la fuerza de la gravedad y forma la red hidrográfica que desemboca en lagos, mares y océanos; otra se infiltra en el subsuelo, de manera que la vegetación aprovecha una parte de ella y la devuelve a la atmósfera por transpiración, y el resto se une a las aguas subterráneas depositadas bajo tierra, que pueden emerger a la superficie como manantiales.

Las precipitaciones en forma de nieve sobre las montañas y en las zonas polares dan lugar a los glaciares, que fluyen por efecto de la gravedad y del rehielo. Por la acción de la energía solar se produce la fusión de parte del hielo, que al convertirse en agua se incorpora a la circulación superficial. La magnitud del ciclo es enorme. Se estima que anualmente se evaporan y se precipitan más de 500.000 kilómetros cúbicos de agua.

Agua salada, salobre y dulce

Los océanos, que cubren tres cuartas partes de la superficie de la Tierra, contienen el 97 % de toda el agua del planeta. No obstante, no es posible beber agua del mar debido a la gran cantidad de sales disueltas que contiene. El cloro, el sodio, el azufre, el magnesio, el calcio y el potasio son los principales elementos presentes en las aguas saladas. El cloro y el sodio, que son con diferencia los más abundantes, se combinan para formar el cloruro de sodio, más comúnmente conocido como sal de mesa.

Estas substancias se depositan en el agua del mar a través de varios medios. La actividad volcánica (sobre la tierra y el fondo marino) libera cloro y azufre. Otros elementos llegan a los mares a través de escorrentías (movimientos de agua) desde la tierra. La lluvia y otras precipitaciones desgastan y erosionan las rocas y el suelo, disolviendo los minerales (sales) que contienen. A continuación, este material es transportado al mar por los ríos.

La salinidad es la medida de la cantidad de sales disueltas en el agua del mar. Por lo general, se mide la masa de material disuelto en 1.000 gramos de agua; así, la salinidad media del agua de mar es de unos 35 gramos de sales por cada 1.000 gramos de agua. La desalinización es el proceso de eliminación de la sal del agua marina con el objeto de obtener agua dulce apta para el riego y el consumo humano, especialmente en las regiones desérticas o donde escasea el agua. En las aproximadamente cuatro mil plantas de desalinización existentes en todo el mundo, la mayor parte del proceso se lleva a cabo mediante dos métodos: destilación y ósmosis inversa.


Salinas Grandes de Jujuy (Argentina)

En su forma más simple, la destilación consiste en hervir agua de mar para separarla de la sal disuelta. Una vez que el agua de mar hierve, el vapor de agua se eleva dejando la sal en el fondo del depósito. A continuación, el vapor de agua se traspasa a un depósito separado, más frío, donde se condensa como agua líquida pura. El calor para la destilación suele proceder de la quema de combustibles fósiles (petróleo y carbón). La destilación se utiliza ampliamente en Oriente Próximo, donde abunda el combustible fósil pero escasea el agua dulce.

La ósmosis inversa emplea una presión elevada para forzar la separación de las sales y el agua. Se aplican presiones de hasta sesenta atmósferas al agua salada para obligarla a atravesar una membrana especial que sólo deja pasar el agua, reteniendo la sal en el otro lado. La ósmosis inversa se utiliza comúnmente para desalinizar el agua salobre, que es menos salada que el agua de mar y, por consiguiente, sólo requiere presiones de aproximadamente la mitad.

El agua salobre tiene una salinidad intermedia entre la del agua dulce y la del mar. Las aguas salobres se forman a partir de la mezcla de agua salada y agua dulce. Este fenómeno se produce principalmente en los estuarios (las desembocaduras de los ríos en los océanos) o en marismas que a menudo son inundadas por las corrientes oceánicas debido al flujo y reflujo de las mareas.

La mayoría de las especies acuáticas pueden tolerar el agua salada o el agua dulce, pero no ambas. La excepción son los organismos que viven en hábitats salobres, que toleran una amplia variedad de concentraciones de sal. Los pequeños peces conocidos como fúndulos son residentes comunes de los estuarios, donde en un día cualquiera la concentración de sal en las charcas y los arroyos formados por las mareas puede variar desde la del agua dulce hasta la del mar abierto. Durante sus migraciones para el desove, las anguilas y los salmones atraviesan una variedad de concentraciones de sal a medida que se desplazan por los tres entornos acuáticos: agua de mar, agua salobre y agua dulce.

El agua dulce, por último, se define químicamente como aquella que contiene un máximo del 0,5 % de sales disueltas. De toda el agua de la Tierra, sólo un tres por ciento es agua dulce, y la mayor parte se concentra en los hielos de las regiones polares, principalmente en Groenlandia y la Antártida. El resto del agua dulce da sustento a los vegetales y animales que viven en el planeta. Esta agua dulce se encuentra tanto en la superficie (lagos, lagunas y ríos) como debajo de la tierra, especialmente en los acuíferos subterráneos. El agua dulce también está presente en la atmósfera en forma de nubes y precipitación atmosférica.

El agua y el suelo

El agua cumple en el suelo un papel esencial, tanto para la nutrición de los vegetales como por las influencias que ejerce sobre los sólidos contenidos en el mismo. La retención y la circulación del agua varían mucho de un suelo a otro, en función de su estructura y de su textura (contenido en arcilla, humus, limos, arenas), que dan lugar a una mayor o menor porosidad y permeabilidad. Según las posibilidades de circulación del agua, se distinguen el agua capilar o ligada, fuertemente retenida en poros de pequeño diámetro, y el agua libre, que desciende por simple gravedad; esta última constituye el agua de infiltración y de avenamiento.


Aguas termales en el parque nacional de Yellowstone (Estados Unidos)

Solamente una fracción del agua del suelo puede ser conservada por las raíces: al alcanzar el punto de marchitamiento permanente, el suelo no cede más agua a la planta. Se llama reserva útil (R.U.) de un suelo a la cantidad de agua almacenada que ese suelo puede transmitir a las raíces: es igual a la diferencia entre la capacidad en el campo (cantidad retenida por el suelo superficialmente seco) y la cantidad restante en el punto de marchitamiento, para la profundidad de suelo explorado por las raíces. A medida que se utiliza, esta reserva de agua se hace cada vez más inaccesible a la planta. Se designa como reserva fácilmente utilizable (R.F.U.) a los dos tercios de la reserva útil.

La relativa permeabilidad y porosidad de los suelos y demás materiales permite a las aguas de infiltración penetrar y descender por gravitación a través de fisuras y grietas hasta alcanzar estratos impermeables, formando las llamadas capas freáticas. El acuífero es una formación geológica capaz de almacenar agua; puede contener mayor o menor cantidad según la recarga (agua de las precipitaciones) y la pérdida (manantiales, fuentes). El nivel superior del agua en el acuífero se llama nivel freático, y su posición varía en función de la recarga y la pérdida, ascendiendo tras períodos pluviales y descendiendo tras las sequías. En los lugares en que el relieve corta el nivel freático se producen surgencias de agua; ésta es la explicación de los manantiales y fuentes. Desde muy antiguo la humanidad ha captado aguas freáticas practicando pozos, es decir, excavaciones verticales que alcanzan el nivel freático.

El agua y los organismos vivos

Es un principio fundamental que la vida sólo resulta posible con agua, lo cual no es sino un modo de poner de relieve la importancia biológica de un compuesto que, por ser tan corriente, puede parecer trivial. En los seres vivos constituye un componente esencial, tanto por la gran cantidad de agua que los integra como por el papel que desempeña en ellos gracias a sus peculiares características fisicoquímicas.

La proporción de agua de los diversos organismos no es uniforme, aunque sí muy elevada, y, en ciertas especies, puede alcanzar el 95 %, tal como ocurre en algunas medusas. En los vegetales no son raros los porcentajes llamativamente altos; sin embargo, en ellos, al igual que en los animales, su valor depende de los distintos tejidos o estructuras, que poseen diversos grados de hidratación.


Proporción de agua en algunos seres vivos

En los seres vivos, el agua se puede encontrar como agua de constitución o intramolecular, formando parte de los componentes químicos del citoplasma; como agua intracelular, que se corresponde con la fase líquida que hay en el interior de la célula; como agua intersticial, formando parte del medio extracelular, o bien como agua circulante destinada al transporte de sustancias (por ejemplo, la savia de las plantas o la sangre de los animales superiores).

Como disolvente de la mayoría de los componentes de la materia viva, el agua actúa como medio de reacción para todo el metabolismo celular, y de ahí proviene su enorme importancia; toda deshidratación acentuada acarrea una reducción de la actividad del individuo, su letargo (como en las semillas) y, en último extremo, su muerte.

El agua en los vegetales

El contenido medio en agua de los vegetales se sitúa entre el 60 % (tejido leñoso) y el 80 % (hojas); en los frutos muy maduros (tomates, uvas) puede alcanzar el 95 %, mientras que entre las semillas oleaginosas este contenido desciende hasta el 5 % (cacahuetes). En el citoplasma de las células vegetales, el agua (70 %) es la fase dispersante de casi todas las soluciones verdaderas o coloidales, de los alimentos del vegetal y de los productos del metabolismo, que pasan al estado de soluciones; todas las reacciones metabólicas tienen lugar, por tanto, en un medio acuoso.

El agua y el dióxido de carbono constituyen las materias primas a partir de las cuales las plantas, a través de la fotosíntesis, sintetizan los compuestos orgánicos que necesitan para su nutrición y crecimiento. En líneas generales, en la mayor parte del reino vegetal, el crecimiento se verifica cuando el aprovisionamiento de agua es muy abundante, porque la deshidratación reduce todos los mecanismos biológicos e incluso los bloquea. Cuando el agua es abundante, las vacuolas de las células vegetales se hinchan; este fenómeno se denomina turgencia, y asegura la rigidez de los tejidos no leñosos; a la inversa, cuando las células pierden su agua (plasmólisis), esos mismos tejidos se marchitan.

La morfología vegetal depende estrechamente de las cantidades de agua de que la planta dispone. Así, en una zona seca o árida, se constata una reducción de la superficie de las hojas (espinas) y de la duración de su vida (caída durante la estación seca), mientras que los tallos pueden ser globulosos y carnosos (reservas acuosas y disminución de la superficie en relación al volumen) o reducidos y comprimidos. En estos medios, los tejidos externos están más o menos impermeabilizados, mientras que los tejidos esclerosos se vuelven más importantes. Por el contrario, las plantas que viven en medios húmedos, e incluso en el agua, presentan tejidos de sostén muy reducidos, epidermis delgada y, en los casos extremos, desaparecen los tejidos vasculares. Por otra parte, un mismo individuo puede presentar hojas de formas muy diferentes (heterofilia).


Riego por goteo

La distribución de los vegetales en el globo está estrechamente vinculada al agua bajo sus diferentes formas. La lluvia actúa por su mayor o menor abundancia y por la duración e intensidad de las tormentas; la niebla, en determinados niveles de la montaña, favorece una flora muy especial.

El agua es también el medio vital de ciertas especies vegetales, condicionadas por factores como su densidad, movilidad (aguas estancadas, aguas corrientes), temperatura, espesor (filtración selectiva de las diversas radiaciones luminosas), salinidad (en los estuarios, por ejemplo), acidez y contenido en materia orgánica (lagos oligotrofos, eutrofos) y en diferentes gases (oxígeno, sulfuro de hidrógeno, gas carbónico, etc.); finalmente, el tiempo que dura la inmersión desempeña un importante papel en la distribución de la vegetación en los estuarios afectados por las mareas.

El vapor de agua presente en la atmósfera es un factor preponderante para la vida de los vegetales aéreos, porque condiciona las funciones de transpiración y de fotosíntesis y, por tanto, todos los mecanismos biológicos. Bajo su forma sólida (nieve), el agua procura una cierta protección a los vegetales que recubre durante los períodos de frío intenso y les permite sobrevivir en condiciones climáticas que, de otra manera, les serían fatales. Por el contrario, el hielo es un medio francamente hostil: los grandes fríos, al congelar las soluciones internas, crean traumatismos en los tejidos; el hielo no permite en su seno la vida de ninguna planta superior, y sólo algunos organismos inferiores (las bacterias, las algas unicelulares) pueden vegetar en tal medio.

El agua en los animales y en el hombre

A la vista de lo anterior, es fácil deducir que el agua también resulta indispensable en el reino animal. En los animales superiores, el agua convierte la sangre y la linfa en un eficaz medio de transporte de sustancias, contribuye a regular la temperatura corporal mediante la sudoración, participa en las transformaciones digestivas y permite la eliminación de toxinas y productos de desecho a través del sistema excretor; su contribución al mantenimiento de la estructura celular es igualmente importante.

En caso de insuficiencia de agua, algunos animales presentan adaptaciones similares a las de los vegetales. Un ejemplo es el almacenamiento de agua en «depósitos» internos (sangre y linfa de los camélidos); otro es la presencia de revestimientos impermeables, de un caparazón, de una concha o de cualquier otra barrera opuesta a la evaporación; ciertas especies son capaces de efectuar una absorción rápida y masiva de agua con ayuda de un tubo digestivo adaptado a esta función, o por la piel en algunos reptiles. En la fáunula de los musgos (nematodos, rotíferos, tardígrados, etc.) se produce una adaptación fisiológica a la desecación corporal con una casi detención de las funciones vitales (anhidrobiosis).

El agua representa alrededor del 70 % del peso del cuerpo humano; la mayor parte se encuentra en el interior de nuestras células, y el resto en la linfa, los líquidos sinoviales, el líquido cefalorraquídeo y el plasma sanguíneo. La proporción varía según los diferentes tejidos: desde el 10 % en el esqueleto al 95 % en la saliva o el sudor. Podríamos suprimir todos los alimentos durante semanas, pero moriríamos en pocos días sin beber agua. La cantidad necesaria varía de una persona a otra; el término medio es de un litro por cada mil calorías ingeridas. Gran parte de ella se consume en forma de bebida, pero casi todos los alimentos contienen cantidades considerables de agua: las frutas y verduras llegan a contener hasta más del noventa por ciento, y los productos más secos entre un veinticinco y un cincuenta por ciento. Su eliminación se realiza por la orina (alrededor de 1.200 mililitros diarios), por vía pulmonar (500 mililitros) y por vía cutánea (300).

El tratamiento del agua

El agua destinada al consumo humano ha de ser potable y, en la medida de lo posible, agradable al gusto. El tratamiento completo de un agua implica la eliminación de las materias en suspensión y, en ocasiones, de los «microcontaminantes», sustancias que se consideran peligrosas aun en cantidades infinitesimales: metales pesados, compuestos organoclorados, pesticidas o hidrocarburos.

A veces se confunden los conceptos de depuración y potabilización; sin embargo, son fáciles de diferenciar. Mediante diversos tratamientos físicos, químicos y biológicos, la depuración del agua elimina de forma secuencial las materias en suspensión, las sustancias coloidales y, finalmente, las sustancias disueltas perjudiciales para el medio ambiente. La potabilización es el conjunto de operaciones y tratamientos que se aplican al agua para hacerla potable, es decir, apta para el consumo humano.

Por tanto, un agua puede estar depurada sin que por ello sea apta para el consumo, ya que puede contener un exceso de sales u organismos vivos inocuos para el medio ambiente, pero perjudiciales para la salud humana. Evidentemente, antes del proceso de depuración debe tenerse en cuenta el ecosistema en el que vayan a verterse las aguas resultantes: no es lo mismo verter aguas depuradas con cierto contenido de sal en el mar que en una laguna de agua dulce.


Estación depuradora de aguas residuales

En las plantas depuradoras, el agua se somete a distintos tipos de tratamientos. Primero se extraen los sólidos que lleva en suspensión y las grasas (tratamientos primarios), y a continuación se eliminan los contaminantes (tratamientos secundarios); el agua depurada se vierte entonces al río o al mar. Pero cuando su destino es el consumo humano, se continúa el procesado con una serie de tratamientos terciarios que convierten el agua depurada en agua potable.

La calidad del agua potable puede medirse a través de una serie de parámetros que gobiernos y organismos oficiales asumen en mayor o menor medida. En una directiva de la Comunidad Europea de 1980, por ejemplo, los parámetros se agrupan en cinco grupos distintos en los cuales se basan los análisis a realizar: parámetros organolépticos, parámetros fisicoquímicos, sustancias indeseables, sustancias tóxicas y parámetros microbiológicos. Estos análisis han de llevarse a cabo permanentemente a lo largo de todo el proceso en las plantas potabilizadoras.

El agua en el mundo

Aunque la Tierra ha sido llamada «el planeta azul» por la coloración que le proporciona la ingente masa de los océanos, el agua dulce directamente utilizable por el hombre, descontados los mares y los casquetes polares, representa una parte ínfima del total. El ciclo del agua antes expuesto, verdadera «gran bomba de agua» que acciona el sistema hidrológico mundial, vierte cada año sobre los continentes nada menos que 100.000 kilómetros cúbicos de agua dulce en forma de lluvia y nieve. Pero el conjunto de aguas dulces (ríos, lagos, acuíferos subterráneos) está distribuido de manera muy irregular en el planeta, dado que su presencia está íntimamente vinculada a la pluviometría de las diversas regiones.

Por esta razón, vastos territorios continentales y áreas locales padecen sequías estacionales o permanentes, como África, Oriente Medio, el oeste de Estados Unidos, el nordeste de México, parte de Chile y de Argentina y la casi totalidad de Australia. En ciertas regiones privilegiadas del globo, como Islandia, ocurre todo lo contrario: la proporción de agua dulce por habitante en forma de lluvia y nieve supera los 674.000 metros cúbicos.


Las sequías y la desertización amenazan muchas regiones del planeta

La presión demográfica en regiones con escasos recursos hídricos, aparte de favorecer la desertización y el empobrecimiento de los suelos, se traduce en una creciente demanda de agua que aumenta a su vez el riesgo de sequía. Así, se calcula que, dentro de pocos años, Egipto sólo podrá disponer de la dos terceras partes del agua que tiene actualmente por habitante; Kenia, de la mitad; y los países del este de África y del Magreb se enfrentarán a serios problemas de abastecimiento.

Esta desigual distribución de los recursos hídricos se ve agravada por los cambios climáticos provocados por el efecto invernadero (el llamado calentamiento global), que están causando ya alteraciones sustanciales en el régimen de lluvias. Las aguas subterráneas también se hallan repartidas muy desigualmente, y únicamente una pequeña parte de las mismas son más o menos explotables desde un punto de vista económico y técnico. Por otra parte, el abuso que se está llevando a cabo desde hace años en la explotación del manto freático ha provocado que éste disminuya anualmente en muchos puntos.

El consumo humano de agua

A pesar de su distribución desigual, puede afirmarse que los fenómenos locales y regionales de escasez de agua se deben, sobre todo, a la falta de previsión respecto al ciclo hidrológico, así como al enorme incremento del consumo producido por el desarrollo económico e industrial y la explosión demográfica.

Dentro del consumo humano, algunos destinos tienen carácter básico, como es el caso de las necesidades calificadas de biológicas (bebida, cocción) y domésticas (lavado), que no representan un consumo muy elevado: en Europa, el agua dedicada a estos usos es de 150 litros por día y por habitante como promedio. Estas necesidades son responsables de entre el 15 y el 25 % del consumo total de agua en la Europa occidental, entre el 10 y el 15 % en los países del Este y un 10 % en Estados Unidos.

Las necesidades de agua de la industria son muy elevadas en los países desarrollados (9.500 litros por día y por habitante en Estados Unidos, 4.500 en Japón). En Estados Unidos, alrededor del 50 % del agua consumida se dedica a la industria; en la antigua Unión Soviética este porcentaje es del 40 %, en Alemania del 72 % y en Gran Bretaña del 65 %. El porcentaje desciende considerablemente en los países en vías de desarrollo (menos del 10 %) y en algunos países desarrollados donde la agricultura requiere importantes cantidades de agua, tales como Bulgaria o Japón (20 %). Durante largo tiempo, el agua se utilizó para la producción de fuerza motriz (molinos); en la actualidad, una de sus principales aplicaciones en el campo energético, aparte de las centrales hidroeléctricas, es la refrigeración de las centrales nucleares y térmicas.


Embalse y central hidroeléctrica de Angostura (Chile)

Globalmente, las necesidades domésticas e industriales totalizan alrededor del 20 % del agua que se consume en el mundo; afortunadamente, una proporción muy alta de este volumen de agua retorna a su lugar de procedencia: en Estados Unidos se calcula que el 89 % del agua de uso industrial sustraída a la naturaleza le es devuelta una vez usada. El 80 % restante del agua movilizada por el hombre se destina a la agricultura. No todo este volumen es aprovechado por las plantas; cerca de un 20 %, en el mejor de los casos, se pierde sobre todo por fugas durante el transporte. Después del riego, alrededor de la cuarta parte del agua se infiltra y regresa a los mantos acuíferos.

El agua, un bien escaso

En el pasado, la manifiesta abundancia de recursos hídricos (ríos, lagos, manantiales, pozos) llegó a crear la ilusoria percepción de que el agua era un bien inagotable. Por otro lado, en muchas partes del mundo el acceso al agua era libre y gratuito (y sigue siéndolo aún en muchos países), lo que favoreció su despilfarro. Todavía hoy se emplean profusamente en la agricultura las tradicionales técnicas de riego por inundación (en lugar de los modernos y eficientes sistemas de goteo o aspersión), que además del malbaratamiento pueden conllevar la salinización de los suelos; en todas las ciudades y pueblos se pierden desmedidas cantidades de agua a causa de las fugas en las redes de distribución.

Algunos progresos en la gestión del agua han quedado desvirtuados por la desidia o la incapacidad de hacer frente a graves problemas de fondo. Así, el descubrimiento de nuevos mantos acuíferos permite aumentar el volumen conocido de los recursos hídricos; las medidas del caudal de los ríos, que hasta ahora no habían sido determinadas con precisión, aportan datos importantes para una mejor administración; las reservas aumentan con las obras de retención que se efectúan en las cuencas hidrográficas.

Sin embargo, el volumen total utilizable disminuye debido a varias causas. La contaminación afecta en diversos grados a las aguas continentales y, a veces, se convierte en un freno para el mismo desarrollo urbano e industrial que, por lo general, la ha ocasionado. Los procesos intensivos de deforestación deterioran las condiciones físicas que favorecen los flujos naturales de agua en el suelo y el subsuelo. En algunas regiones tropicales la desertización avanza rápidamente; el Sahel, por ejemplo, ha soportado persistentes sequías. Resultan preocupantes, además, los problemas derivados de la eutrofización de las aguas en los acuíferos y embalses, proceso en el que el uso de abonos desempeña un papel primordial.

La gestión del agua es uno de los grandes desafíos del futuro

En la actualidad, el agua está considerada como un recurso económico del mismo valor que puedan tener las principales materias primas, y cada día está más extendida la convicción de que, como tal, debe administrarse de la manera más racional posible. Esta toma de conciencia es relativamente reciente; sólo en la segunda mitad del siglo XX, pasados ya doscientos años desde el inicio de la revolución industrial, empezó a percibirse como alarmante la escasez de agua en muchos puntos del planeta, así como su encarecimiento a causa, especialmente, de las «crisis del petróleo» de los años 70, que incrementaron los costes energéticos. El encarecimiento del agua es debido fundamentalmente al aumento del precio de la energía que se precisa para su suministro: la captación subterránea a gran profundidad, el transporte desde largas distancias, la potabilización y a veces la desalinización, la distribución y el saneamiento de las aguas residuales son procesos que comportan un considerable consumo de energía.

Una explotación exhaustiva o desequilibrada territorialmente de los recursos hídricos de superficie o de las aguas del subsuelo puede comprometer la disponibilidad de los recursos existentes en un futuro no necesariamente lejano. Cuando se emplean aguas subterráneas, a menudo la cantidad extraída supera a la cantidad entrante, de modo que al final se llega al agotamiento del recurso; si se trata de aguas fósiles o de acuíferos de entrada nula, el agotamiento es un hecho. En ocasiones, como ya se ha indicado, la penuria es consecuencia de la contaminación; en cualquier caso, el déficit de agua es un obstáculo insalvable que frena el progreso económico y el crecimiento urbano. En los lugares donde el agua se ha convertido en un bien escaso, para satisfacer una demanda creciente es necesario hacerla llegar desde lejos e incluso efectuar trasvases entre distintas cuencas hidráulicas, lo que ocasiona grandes gastos.

De entre todos los usos del agua, el riego será el más afectado por la carencia o el alto coste. Los procedimientos tradicionales como la inundación de los campos o el riego mediante acequias desaprovechan más de la mitad del agua utilizada, además de no repartirla uniformemente; en los terrenos de clima seco, el mal drenaje y el consiguiente encharcamiento provocan que las sales del agua evaporada perjudiquen directamente a las plantas, o bien que la acumulación en el subsuelo eleve progresivamente el nivel de la capa freática hasta aflorar las sales y esterilizar las tierras.

Los modernos sistemas de aspersión ofrecen un balance de aprovechamiento del agua mucho más racional (entre el 70 y el 80 % del agua utilizada, además de lavar las plantas), pero requieren instalaciones de bombeo y formas de distribución complejas. La extensión del riego por goteo, en cambio, podría remediar muchos problemas: es uno de los sistemas de regadío que permite mayor economía en el consumo de agua (con un aprovechamiento del orden del 95 %), y apenas interfiere en el balance hídrico anual, además de no degradar las características del suelo. Se basa en una tecnología sencilla que no requiere instalaciones de bombeo: unos estrechos tubos de material flexible, perforados a la altura de cada planta, dejan escapar el agua gota a gota, a la vez que se aprovecha el aporte del rocío de las plantas para mantener la tasa de humedad constante e impedir la evapotranspiración.

Para evitar la contaminación, el agua destinada a fines agrícolas y ganaderos debe poseer cierto nivel de calidad; sin embargo, los usos agrícolas plantean serios problemas a causa de la disolución de pesticidas y abonos en las aguas de escorrentía o freáticas, lo que dificulta enormemente su reutilización y acarrea efectos ecológicos nocivos. La escasez de agua puede frenar el desarrollo de las técnicas basadas en la utilización masiva de energía, detener algunos proyectos de desarrollo agropecuario y transformar la economía agrícola de muchas regiones, que abandonarían los cultivos de regadío para volver a los de secano. En el caso de la agricultura industrial, será el mero análisis de la relación costes-beneficios lo que determine la elección.

Todos los estudios sobre la evolución del problema del agua llegan a las mismas conclusiones pesimistas. El consumo no para de crecer: entre 1980 y 2000, aumentó aproximadamente un 250 %, con lo que las existencias de agua potable y la cantidad necesaria para el consumo se acercan peligrosamente. Del mismo modo que existen pruebas de que la humanidad está provocando alteraciones en las condiciones climáticas, puede considerarse también que la deficiente gestión del agua amenaza seriamente el abastecimiento.

En términos absolutos seguirá existiendo el mismo volumen de agua, pero su calidad y cantidad en determinadas zonas harán que su aprovechamiento óptimo sea imposible o esté dificultado por la contaminación o los costes de extracción. Los recursos hídricos serán cada vez más irregulares. Imposibilitados de pagar el coste de la energía necesaria para los procesos previos a su utilización, muchos países pobres no podrán explotar sus propios recursos hídricos, y es en las regiones subdesarrolladas donde se concentrarán las mayores densidades demográficas. Una gestión global y racional del agua es indispensable para evitar que se agrave el problema y para impedir que las soluciones sean todavía más limitadas.

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].