Nicholas Ray

(Raymond Nicholas Kienzle; Galesville, 1911 - Nueva York, 1979) Director de cine norteamericano. Nicholas Ray encarnó el prototipo del cineasta atrapado por el veneno del séptimo arte, medio en el que volcó toda su vida personal hasta filmar incluso su larga agonía como consecuencia de una grave enfermedad. Surgido en el seno de una generación de realizadores que padeció el tránsito del modelo clásico hacia los movimientos de ruptura, supo acomodarse a cada una de las circunstancias sin que su estilo inconfundible se resintiera por ello. Esa capacidad camaleónica y su obsesiva pasión por hacer películas como si fueran parte esencial de su existencia suscitaron la admiración de innumerables colegas y críticos, alguno de los cuales, como el francés Jean-Luc Godard, llegó a plasmar su devoción en una frase para el recuerdo: «El cine es Nicholas Ray».


Nicholas Ray

Nicholas Ray se crió en un pequeño pueblecito a orillas del río Mississippi, rodeado de amigos como Joseph Losey, que más tarde también sería director cinematográfico, y soñando con convertirse en músico o escritor. Su ingreso en el instituto le permitió tomar contacto con el mundo de la radio y diseñar una serie de programas de éxito, gracias a los cuales obtuvo una beca para la Universidad de Chicago, bajo la tutela del innovador pedagogo Robert Maynard Hutchins.

A su sombra, Nicholas Ray decidiría simultanear los estudios de arte dramático con los de arquitectura, hasta que el mítico arquitecto Frank Lloyd Wright le invitó a integrarse en una comuna creativa denominada Taliesin Fellowship. Este proyecto quería concebir la arquitectura como investigación filosófica y como síntesis de múltiples disciplinas, partiendo del diálogo entre creadores procedentes de distintos campos, y tuvo una enorme influencia estética en la posterior carrera cinematográfica de Ray.

De hecho, si algo caracteriza su obra es precisamente la tensión latente que nace del concepto geométrico de los espacios y el uso expresivo del color, todo ello al servicio de la profundización psicológica en los personajes. Por un lado, la utilización magistral de formatos panorámicos como el CinemaScope o de los violentos contrastes de color lo elevaron a la categoría de los grandes maestros. Por otro, los héroes de sus películas son casi siempre perdedores silenciosos, jóvenes rebeldes o individuos atormentados que intentan sobrevivir en un medio hostil que para el resto de la humanidad es simplemente el mundo real.

Los cambios de humor o las distintas etapas de su vida tuvieron su reflejo en la pantalla a través de los colores o de la composición del encuadre, hasta unos extremos de barroquismo que harían famoso a Ray y lo convertirían en portavoz de las nuevas generaciones enfrentadas al mundo que heredaban de sus padres. No en balde a él se le debe un auténtico manifiesto como Rebelde sin causa (1955), donde James Dean encarnaba a un joven inadaptado pero noble, que no rehúye la velocidad y el riesgo y acaba siendo víctima de la incomprensión de lo establecido.


Natalie Wood y James Dean en Rebelde sin causa (1955)

Su entrada en el cine se produjo como consecuencia de la amistad que le unía con Elia Kazan, forjada en los escenarios teatrales. Tras una amplia trayectoria como director en grupos radicales que defendían un teatro proletario y como realizador pionero para la televisión, le llegaba el turno al cine, medio en que completó un acelerado aprendizaje de las diferentes profesiones trabajando como montador, actor o ayudante de dirección.

El debut tras las cámaras tuvo lugar finalmente en 1947 con Los amantes de la noche, que sin embargo no llegó a estrenarse hasta dos años después. Lejos de amedrentarse, y tras la firma de un contrato de larga duración con la RKO, Ray siguió rodando películas en que el melodrama se daba la mano con la estética del cine negro, como fue el caso de Llamad a cualquier puerta (1949), protagonizada por Humphrey Bogart. Su ascendente prestigio dentro de la RKO llevaría al empresario Howard Hughes, máxima cabeza visible de la empresa, a ofrecerle la dirección administrativa, cargo que Nicholas Ray rechazó, aunque se comprometió por gratitud a revisar o finalizar diversos largometrajes que no habían podido ser estrenados, así como a dirigir un proyecto largamente acariciado por el estudio: Infierno en las nubes (1951).

En 1952, sin embargo, los crecientes conflictos personales mantenidos con quien sería nombrado director administrativo de RKO, Jerry Wald, le indujeron a solicitar la rescisión del contrato para convertirse en director independiente. De forma paradójica, esta situación de aparente mayor libertad traería consigo, pasado el tiempo, todo lo contrario: un difícil período de ostracismo profesional. Por lo pronto, una de las obras cumbres de su carrera, el western crepuscular Johnny Guitar (1954), hubo de ser financiado por la modesta Republic, una empresa con escasos canales de distribución y cuyo mercado principal eran las salas de segundo orden.

Con todo, el éxito obtenido por este filme en esas circunstancias animó a la Warner a hacerle una sustanciosa oferta: carta blanca para realizar un proyecto que tuviera a la juventud como protagonista y principal destinatario. Surgió así Rebelde sin causa (1955), manifiesto generacional de profunda influencia en la sociedad y cuyas recaudaciones en taquilla fueron además sensacionales, hasta el extremo de convertir a Ray en uno de los directores mejor pagados de Hollywood. Su estrecha relación con James Dean parecía augurarle un futuro lleno de esperanzas, pero la repentina muerte del actor en accidente de tráfico las truncó de raíz.

Tras Más poderoso que la vida (1956), película que pasó desapercibida en la época pero que con el paso de los años se ha convertido en una de las obras de referencia para infinidad de cinéfilos, Nicholas Ray comenzó a plantearse el éxodo de los Estados Unidos como única forma de garantizar la continuidad de su carrera al margen de los grandes estudios. Entre Francia y Libia dirigió Amarga victoria (1957), filme bélico protagonizado por Richard Burton ambientado en la Segunda Guerra Mundial; los numerosos problemas de rodaje se agravaron con una pésima distribución comercial, lo cual puso aún más en entredicho su fama.

La situación empeoró con Muerte en los pantanos (1958): rodada en una zona pantanosa de Florida, Ray acabó contrayendo una grave enfermedad que condujo a su fulminante sustitución antes de acabar el trabajo. Sumergido en un proceso autodestructivo que no parecía tener salida, el siguiente paso fue el alcoholismo, de cuyas garras no pudo escapar hasta casi el final de sus días. A finales de la década de los cincuenta, amargado y sin posibilidades de remontar el vuelo, abandonaría definitivamente Hollywood para emprender la aventura europea con un filme épico protagonizado por Anthony Quinn: Los dientes del diablo (1960).

Contratado por el productor Samuel Bronston, que estaba creando un pequeño imperio en España, todavía rodaría dos superproducciones con las que esperaba reverdecer viejos laureles: Rey de Reyes (1961) y 55 días en Pekín (1963), para cuyo trío protagonista contó nada menos que con Charlton Heston, Ava Gardner y David Niven. No obstante, las tensiones entre su deseo cada vez mayor de hacer un cine intimista y el colosalismo de la superproducción acabaron haciéndole enfermar de nuevo. Sólo la confianza depositada por Bronston en sus aptitudes permitió que se quedara hasta 1964 en España, donde tanteó negocios tan alejados de sus verdaderos intereses como la apertura de un club nocturno o una galería de arte.

Desde mediados de la década de los sesenta su declinar fue aún más severo. Aislado en una isla naturista del Mar del Norte, sus escasas salidas al exterior se saldaron con innumerables proyectos marginales (incluido cine pornográfico como Sueños húmedos) o directamente inacabados. La pérdida de la visión en su ojo derecho como consecuencia de una embolia le llevó a tocar fondo, del que sería fugazmente rescatado por el Harpur College de Nueva York mediante un contrato como profesor de teoría cinematográfica. Las prácticas escolares darían como resultado la desesperanzada We Can't Go Home Again, pero su carrera era ya algo del pasado. Enfermo de cáncer, decidió filmar su agonía con la ayuda de Wim Wenders en lo que fue su testamento cinematográfico: Relámpago sobre el agua (1980).

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].