Carlos V

El enlace entre Juana, la hija de los Reyes Católicos, y Felipe el Hermoso, el hijo del emperador Maximiliano de Habsburgo y de María de Borgoña, fue uno más de los que Isabel y Fernando tejieron para su hijo Juan y sus hijas Catalina e Isabel como estrategia para cercar políticamente a Francia en las innumerables guerras de Italia. Pero el azar cambió el destino: la muerte del príncipe Juan hizo recaer la herencia en su hermana Juana, cuya inestabilidad mental la incapacitó para reinar. Cuando su marido Felipe el Hermoso murió en 1506, al año de gobernar en Castilla, la herencia recayó en el hijo de ambos y nieto de los Reyes Católicos, el flamenco Carlos, que había nacido en Gante en 1500 y estaba destinado a reinar como Carlos I de España y V de Alemania.


La herencia de Carlos V

La monarquía hispánica atravesó horas bajas durante la regencia de Fernando el Católico en Castilla (1507-1516). Existía la posibilidad del nacimiento de un hijo de Fernando el Católico y de su segunda esposa, Germana de Foix, que hubiese roto la unión dinástica. Finalmente, ésta se mantuvo, pero bajo una situación de crisis: nada seguro se podía hacer hasta la desaparición del anciano Fernando y hasta que su nieto Carlos I, una vez alcanzada la mayoría de edad, llegase a España.

La crisis de las comunidades y las germanías

Carlos I de España apareció ante sus súbditos españoles como un joven imberbe, desconocedor de las lenguas y culturas hispánicas y acompañado de un nutrido cortejo de expoliadores flamencos. Además, pronto quiso regresar a su tierra de origen para ceñirse como Carlos V la corona del Sacro Imperio, tras su elección en Francfort en 1519. Fue ésta la gota que colmó el vaso de una inquieta Castilla, cuyas dificultades económicas, sociales y políticas (enfrentamientos entre comerciantes de lanas y manufactureros textiles, entre clases aristocráticas y campesinos antifeudales, entre el autoritarismo monárquico y las cortes parlamentarias) estallaron en las Comunidades del reino que quisieron evitar la marcha del rey, frenar las imposiciones fiscales y, en caso de producirse aquélla, administrar el país bajo el binomio de un gobernador general castellano junto a un reino en Cortes.

Pero ocurrió todo lo contrario, y la respuesta inmediata fue el alzamiento de las Comunidades, con Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado al frente. Durante la revuelta, que duró dos años escasos, los comuneros quisieron controlar el país e incluso intentaron liberar a la reina Juana la Loca, encerrada en Tordesillas. Al final, la batalla de Villalar (1521) dio el triunfo al bando imperial, más burgalés, señorial, autoritario y represor.


Carlos V e Isabel de Portugal (óleo de Rubens)

Las germanías en Valencia y Mallorca supusieron también una revuelta, si bien fue en este caso mucho más social que política, porque la explosión, incluso en su fase moderada, no se produjo tanto contra el rey, al que incluso se aspiraba a atraer, como contra las clases aristocráticas y el patriciado urbano de las ciudades. La revuelta, transformada en revolución popular, generó una violenta reacción; las germanías valencianas y mallorquinas, entre 1520 y principios de 1523, fueron ahogadas en sangre, siendo ajusticiados todos sus cabecillas radicales: Vicente Peris, valenciano; los hermanos Colom, mallorquines...

La reorganización política

Entre 1522 y 1529, en el transcurso de la estancia más larga del emperador en la Península, el rey consolidó su gobierno. Y lo hizo no sólo rodeando su administración de buenos colaboradores, al frente de los cuales se situó Francisco de los Cobos, sino reorganizándola mediante consejos (sínodos), es decir, comités reducidos de especialistas en distintas áreas políticas y territoriales de gobierno que le asesoraban.

En la cima de esta estructura se situó el Consejo de Estado, fundamental en materia de política exterior y también en otras, aunque nunca se llegó a configurar como la instancia suprema de poder pese a los deseos de su gran canciller, Mercurino Gattinara. Después se alinearon el Consejo de Hacienda, el Consejo de la Inquisición y el Consejo de Órdenes Militares, todos ellos de signo general, mientras que territorialmente el Consejo de Castilla, el Consejo de Aragón y el Consejo de Indias se distribuían los asuntos de aquellas tierras, dejando abierta además la puerta para la creación de nuevos organismos.


Francisco de los Cobos

Entre los Consejos y el rey, un número cada vez mayor de secretarios (miembros de la pequeña nobleza y sobre todo, cada vez en mayor número, plebeyos de formación universitaria) atendía la intensa actividad burocrática que generaba la gestión del imperio: tomaba nota de las reuniones, copiaba cartas y memoriales, expedía la documentación y servía de enlace entre las distintas áreas de gobierno, siempre y cuando existiera entre ellos un buen entendimiento y armonía.

La conquista de las Indias: México y Perú

En 1522 Hernán Cortés, conquistador del imperio de los aztecas, se dirigía así por carta al rey Carlos V: "Vuestra Alteza se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemania". Treinta años después del descubrimiento de América, se habían producido en las Indias grandes cambios: Ojeda, Bastidas y Nicuesa habían realizado una serie de viajes menores por el Caribe y las costas septentrionales de América del Sur; Núñez de Balboa había descubierto el istmo de Panamá y el mar del Sur; la expedición de Juan Díaz de Solís había llegado al estuario del Plata; y Magallanes y Elcano habían completado el primer viaje de circunnavegación alrededor del mundo.

Pero los cambios más significativos llegaron con la conquista de México por Hernán Cortés (1519-1522) y de Perú por Francisco Pizarro (1536); uno y otro aprovecharon tanto su osadía e inusitada crueldad como la primitiva división de los pueblos aztecas e incas. Al fin y al cabo, Moctezuma y Cuahtemoc, por un lado, fueron víctimas de sublevaciones constantes de quienes querían acabar con la hegemonía de Tenochtitlán, mientras en Cajamarca y Cusco las luchas fratricidas de Atahualpa y Huáscar facilitaron el camino del dominio del "Virú". Las nuevas conquistas significaban para los conquistadores mucha más riqueza que la conseguida con las tierras de Coaba, La Española o Panamá. Pero con ello se incrementaba en las Indias la explotación colonizadora, que había diezmado años antes las islas del Caribe.

A la conquista, que se proseguiría por Chile (con Diego de Almagro y Pedro de Valdivia), Bogotá y los países del Plata, tenía que seguir la consolidación de una administración política dependiente de la realeza, el establecimiento de la estructura social de conquistadores y conquistados y la evangelización y afianzamiento de la religiosidad cristiana. Si bien algo se hizo bajo Carlos V (la acción del padre Bartolomé de Las Casas, la promulgación en 1542 de las Leyes Nuevas de Indias, la creación de las primeras audiencias y virreinatos), la verdadera estabilización de una sociedad indiana no llegaría hasta después de su reinado.

Las dificultades económicas

Los desequilibrios estructurales de la economía española exigían una acción urgente; o se procedía pronto a un recambio por el que la expansión, aún incierta bajo Carlos V, se convirtiera en un crecimiento estable de todos los sectores productivos, o la crisis, pese a la abundante aportación de riquezas procedentes de la explotación del continente americano, se adueñaría en pocos años de un futuro impredecible. Era difícil poner manos a la obra en estas reformas, y poco pudo hacer Carlos V, entrampado como estaba por el costo de sus guerras. Los préstamos que se veía obligado a pedir para financiarlas tenían intereses que llegaban hasta el 56 % de las sumas, libradas siempre a la llegada anual de la flota indiana y de su aporte de metales preciosos, tan masivo como hipotecado. En todo caso, si alguien se enriquecía no era ciertamente ni la monarquía hispánica ni la mayor parte de sus súbditos, sino los grandes banqueros internacionales (alemanes y genoveses). De este modo, el reinado de Carlos V vio sextuplicar el valor de las deudas contraídas.


Carlos V (retrato de Christoph Amberger, 1532)

A finales del reinado de Carlos V, la suspensión de pagos del Estado y la primera crisis hacendística de Castilla parecían próximas, y el panorama económico peninsular era poco halagüeño. La vida se encarecía en España más que en Europa; durante la primera mitad del siglo XVI la tasa media anual de inflación acumulativa llegaba al 2,8 por ciento. Si las Indias cubrían de oro y plata a la metrópoli, parecía claro que ese baño de riqueza ahogaba al mundo peninsular. Sin tener todavía la absoluta certeza de las causas del problema, se sospechaba que éste radicaba en la llamada "revolución de precios", es decir, en el incremento incontrolado de su índice. La masiva entrada de metales preciosos agravaba el problema, puesto que, si bien desde América llegaban con facilidad, se gastaban con mayor soltura, lo que provocaba una tensión al alza en la que la fuerte demanda consumista presionaba sobre una oferta incapaz de seguirla. El alza en el nivel de precios no se debía sólo a la llegada de los metales indianos, sino sobre todo a la deficiente infraestructura de la economía peninsular, básicamente castellana: el desequilibrio de la agricultura respecto a la ganadería y el de la manufactura textil.

El imperio universal

Las guerras, por otra parte, no fueron sólo la causa de los esfuerzos económicos, sino también las consecuencias de la conflictividad política del reinado de Carlos V. Era difícil aceptar bajo su persona un imperio universal con territorios y culturas tan heterogéneos como los Países Bajos borgoñones, la corona imperial y los dominios patrimoniales de los Austrias, la monarquía hispánica, las Indias y las tierras continentales e insulares del Mezzogiorno italiano.

Por ello, su excesivo poder despertó las susceptibilidades nacionales de los reinos que, como Francia, se encontraban lejos de su órbita. Pero tampoco agradó al papado, temeroso de un posible cesaropapismo justo cuando el luteranismo alemán y otros evangelismos subsiguientes obligaban a la Iglesia de Roma a un continuado esfuerzo político, ecuménico y conciliar. Mientras, en el Mediterráneo oriental y en toda su fachada meridional norteafricana, las conexiones turco-islámicas fueron un nuevo caballo de batalla para el emperador.

Demasiados problemas para Carlos V, que en sucesivas etapas vio destruidas sus ambiciones. Así ocurrió ya en los años veinte pese a su triunfo frente a Francisco I de Francia en el Milanesado, con el que soldaba los dos grandes bloques de su imperio. Pero la resistencia francesa fue tenaz y la oposición del papa, víctima del saqueo de Roma (1527), insobornable.

Tras el periodo comprendido entre la coronación de Aquisgrán (1520) y la paz de Cambrai (1529), el imperio universal soñado por Carlos V hubo de orientarse en una segunda fase al Mediterráneo, de 1530 a 1544. Francia, Turquía y los poderes islámicos, en una coalición más laica que cristiana, lograron poner plomo en las alas del águila imperial. El éxito de la conquista de Túnez (1535) fue contrapesado por el desastre de Argel (1541), que fue precedido del fracaso del emperador en la creación de una Liga Santa cristiana y seguido por la pérdida de la Provenza, que recayó en manos francesas.


Carlos V en Túnez

La paz de Crépy (1544) cerró este ciclo para abrir un tercero: había que volver la mirada a los territorios germánicos, allí donde no sólo el luteranismo, sino también el anabaptismo y un calvinismo aún incipiente, amenazaban la catolicidad. Era necesario, pues, intentar la reunificación de todas las iglesias cristianas. Sin embargo, las posiciones eran irreconciliables, y se desencadenó una larga guerra civil entre los príncipes alemanes rebeldes, partidarios de la Reforma, y las tropas leales a la doctrina romana, encabezadas por Carlos V.

En el plano religioso, la apertura del concilio de Trento en 1545 significó el intento de realizar una reforma disciplinaria en el seno de la Iglesia católica; sin embargo, después de varias etapas, el concilio concluyó en 1563 sin haber resuelto el cisma. Tampoco la guerra lo solucionó, a pesar de algunas victorias del emperador, que afianzó su posición tras la batalla de Mühlberg (1547). Por otro lado, en el año 1548 se firmó el Ínterim de Augsburgo, principio de acuerdo político en torno al conflicto entre las tesis reformistas y tridentinas que no se cumplió por no satisfacer ni a unos ni a otros.

El fin del reinado

Todo fue inútil para el emperador; había abandonado España en 1543, dejando como regente a su joven hijo el príncipe Felipe, a quien orientó política y personalmente en las conocidísimas instrucciones de Palamós. Fechadas el 6 de mayo de 1543, las Instrucciones Secretas de Carlos V a Felipe II son notas confidenciales en las que el emperador informaba por escrito a su hijo de las cualidades y defectos de los principales ministros que dejaba a su lado cuando decidió abdicar. Asimismo le advertía de los peligros e incluso de las maquinaciones en que podría verse envuelto.

Después, en 1548, cuando ya Felipe había adquirido prestigio y experiencia, Carlos V intentó un golpe de efecto buscando el mantenimiento íntegro de su herencia en la figura de Felipe. Pero la problemática de los príncipes alemanes, autónomos política y religiosamente, se acrecentaba; la desafección de su hermano Fernando aumentaba, y la enemistad de Francia intentaba sacar partido de ambos flancos para enfrentársele.

Ya anciano, Carlos V fue pragmático y, después de casar a su hijo Felipe (viudo de su primer matrimonio) con María Tudor en 1554, buscando la alianza inglesa, decidió abdicar en Bruselas dos años más tarde. El Imperio y los territorios austriacos pasaban a su hermano Fernando I, pero los Países Bajos, España, las Indias y las posesiones italianas quedaban en manos de su hijo, que reinaría como Felipe II. En unos tiempos en que el universalismo cristiano se había fragmentado y el imperio universal se había frustrado, las dos ramas familiares habsburguesas (la hispánica y la alemana) debían permanecer unidas para encararse a la Europa dividida de la segunda mitad del siglo XVII.

Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en [página consultada el ].