Edward G. Robinson
(Emmanuel Goldenberg; Bucarest, 1893 - Los Angeles, 1973) A los diez años, deja su Rumanía natal para partir, junto a su familia, a los Estados Unidos. Se establece en el East Side de Nueva York, y acude al City College, en el cual se graduará. Como es un buen estudiante, accede a la prestigiosa Columbia University, donde ya deja entrever un interés por el mundo de la interpretación, lo que le hace ganar una beca en la American Academy of Dramatic Arts.
Allí cambia su nombre por el de Edward G. (por Goldenberg) Robinson, con el que empieza a hacer pequeñas interpretaciones, en 1913, en diversas funciones de vodevil. Debuta en Broadway en 1915 y durante los quince siguientes años de su vida continúa apareciendo, cada vez con más reconocimiento, en un extenso número de obras, entre ellas The Kibitzer (1929), una comedia en tres actos que también escribió con Jo Swerling (quien luego sería, en los años del sonoro, uno de los más afamados guionistas de la industria).
Había previamente intervenido en un filme mudo titulado The Bright Shawl (1923) de John S. Robertson, pero no debió quedar demasiado satisfecho, porque no volvió a probar fortuna hasta 1929, ya con el sonoro en plena efervescencia. Tras su maravilloso Cesare Rico Bandello de Hampa dorada (1930), de Mervyn LeRoy (una interpretación que llegó a ser, sin lugar a dudas, el prototipo del gángster que, en adelante, sería retratado en la pantalla), Robinson fue encasillado durante muchos años en parecidos papeles, pero en muy poco tiempo demostró que era un actor excelso, capaz de dar vida a multitud de personajes diferentes.
En aquellos primeros años treinta, en los que se familiarizó con su nuevo medio, trabajó con los mejores directores de Hollywood: Howard Hawks (Pasto de tiburones, La ciudad sin ley), John Ford (Pasaporte a la fama), Michael Curtiz (Kid Galahad), Anatole Litvak (The Amazing Dr. Clitherhouse, Confesiones de un espía nazi) o William A. Wellman (El hacha justiciera). En 1940, ofrece inolvidables interpretaciones en dos adaptaciones biográficas para la gran pantalla, ambas dirigidas por William Dieterle, La mágica bola del doctor Ehrlich, la crónica del célebre científico alemán que ideó una cura para las enfermedades venéreas, y La vida de Reuter, la historia del hombre que estableció las primeras agencias de noticias telegráficas.
Sus mejores interpretaciones llegarían durante la década de los cuarenta, casi todas ellas en memorables obras de cine negro o dramas psicológicos. En 1941, será un despótico Wolf Larsen en El lobo de mar, de Michael Curtiz, el cual, con mano maestra, disfraza el matiz aventurero para mostrar una parábola filosófica sobre la vida y la muerte. Robinson sostiene enteramente un guión escrito por Robert Rossen, antes de devenir un magnífico director, y dibuja la personalidad de un tirano (descendiente directo del capitán Bligh de Rebelión a bordo) que dirige su tripulación sin el menor signo de humanidad.
Entre 1942 y 1943, forma parte del nutrido elenco de buenos actores que ofrecen su cara a las dos célebres producciones de episodios de Julien Duvivier, Seis destinos y Al margen de la vida. Y, en 1944, interviene en dos obras maestras del cine negro: Perdición, de Billy Wilder, y La mujer del cuadro, de Fritz Lang. En la primera, la adaptación de la novela de James M. Cain, es Barton Keyes, un hombre que basa todas sus teorías en ese "enanito" que lleva dentro y el jefe y amigo de Fred MacMurray, ese agente de seguros que, por amor, estafa a su propia firma, y, por lo tanto, también a su amigo.
En La mujer del cuadro, la soberbia y libre adaptación de la novela de J. H. Wallis Once Off Guard, Robinson interpreta a Richard Wanley, un apacible y tímido profesor de psicología, experto en criminología, que, al detenerse delante de unas vitrinas, admira el retrato de una mujer (Joan Bennett) bellísima. Después de haber bebido alguna copita de más, se encuentra en la calle con la mujer del cuadro, que le invita a su casa. A partir de aquí, el pobre profesor se verá envuelto en una pesadilla, urdida malévolamente por el maestro Lang, donde el sueño se confunde con la realidad. Robinson borda su papel, pero no se quedan atrás ni la Bennett ni un Dan Duryea inquietante.
La idea del clima de pesadilla en un relato gustó a Fritz Lang, que para su siguiente filme, Perversidad (1945), una nueva versión de La Golfa (1931), de Jean Renoir, volvió a invitar al mal sueño a los tres protagonistas de La mujer del cuadro, Joan Bennett, Dan Duryea y, por supuesto, Edward G. Robinson. Éste vuelve a estar inconmensurable incorporando a un atribulado cajero que mantiene una mediocre relación marital con su esposa, una mujer fría y calculadora que no le deja ni respirar, por lo que dedica la mayor parte de su tiempo en casa a pintar.
La ironía con que presenta Lang a su protagonista, el azar misterioso que decide que Robinson y una mujer de gran belleza se conozcan, la situación tan insostenible que fuerza a un hombre modesto a cometer un desfalco en su empresa, pintar y no firmar sus cuadros para que los firme la mujer, todo esconde un trasfondo tan irónico que explota a la luz cuando presenciamos el destino fatal de ese pequeño burgués que acaba siendo un artista de éxito y un homicida cuyo crimen queda impune, pero que vivirá en la miseria y atormentado por el continuo recuerdo.
Estará sencillamente magistral cuando, al año siguiente, el gran Orson Welles le ofrece la oportunidad de trabajar a su lado, en El extraño (1946), interpretando a un cazador de nazis que deja escapar a uno para que le lleve hasta otro más gordo, Welles, que vive, bajo otro nombre, respetado, en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra. Y si aquí es un sabueso terco, pero tranquilo y calculador, en Cayo largo, que protagonizó a las órdenes de John Huston (1948), interpreta a un gángster en horas bajas, en decadencia absoluta (hasta sus secuaces resultan decadentes y horteras), con los nervios a punto de saltar por los aires en cualquier momento.
Cayo largo, realizada a partir de una pieza de teatro de Maxwell Anderson y escrita por el también director Richard Brooks y por el propio Huston, narra la historia de un veterano de la Segunda Guerra Mundial que marcha a un hotel de Florida, en Cayo Largo, para ver al padre, un hombre inválido (Lionel Barrymore, que para entonces lo era de verdad), y a la viuda de un compañero del ejército. A ese hotel llegan también Robinson, su alcohólica amante (Claire Trevor) y sus matones, que secuestran a los demás y obligan al veterano a patronear un yate que les lleve a Cuba. Hay poca acción en Cayo Largo: lo principal es la tensión que crea Robinson en sus cautivos y entre sus hombres mismos. La película es más bien conocida por contar entre sus créditos a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, entonces ya marido y mujer, pero quienes resultan memorables son Robinson, el gángster derrotado que conserva la crueldad y la malicia como rasgos de identidad, de poder, y Claire Trevor, que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria.
Su cima crítica, que no necesariamente interpretativa, llegaría un año después, en 1949, cuando, por su recreación de Gino Monetti en Odio entre hermanos, de Joseph L. Mankiewicz, ganaría el premio de Interpretación en el Festival Internacional de Cannes. Inspirada en un capítulo de una novela de Jerome Weidman, Mankiewicz reconstruye, en flash-back, la vida de un emigrante italiano, barbero de oficio, encarnado fabulosamente por Robinson, que a fuerza de manejar el dinero de sus compatriotas se convierte en un peculiar banquero. Gran melodrama familiar de Mankiewicz, que, a su pesar, no pudo volver a contar con Robinson para ninguna de sus siguientes filmes, como era su deseo.
Los años cincuenta fueron nefastos para Robinson. A pesar de haberse destacado como uno de los actores que más ayudaron a la causa patriótica durante la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue asociado por chivatos con organizaciones comunistas. Fue llamado a testificar delante del Comité de Actividades Antiamericanas y fue declarado limpio de toda sospecha. Pero el daño estaba ya hecho.
Era llamado para películas de bajo presupuesto y los directores no confiaban demasiado en él. Sus interpretaciones más conocidas en esta década fueron las de hombre de negocios sin escrúpulos en La pasión de su vida (1950), de Gregory Ratoff; John B. "Hans" Cobert, un famoso jugador de béisbol, en Big Leaguer (1953), de Robert Aldrich; un elegante criminal, como siempre acostumbró a ser, en The Glass Webb (1953), de Jack Arnold; volvió a enfundarse la imagen de gángster, típica de los años treinta, en Martes negro (1954), de Hugo Fregonese; el odioso y conspirador hebreo Dathan de Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. De Mille, y uno de los amigos de Sinatra en Millonario de ilusiones (1959), de Frank Capra.
En 1956, se vio forzado a vender su famosa colección de pintura impresionista, una de las más grandes y prestigiosas del mundo, para hacer frente al divorcio de su mujer de 29 años, la actriz Gladys Lloyd. Decide dejar el cine por unos años y vuelve a Broadway para intervenir en la obra de Paddy Chayefsky "Middle of the Night", que fue un rotundo éxito. En los sesenta, vuelve a disfrutar de buenos papeles. Vincente Minnelli le rescata, en 1962, para que acompañe a Kirk Douglas en esa continuación de Cautivos del Mal que fue Dos semanas en otra ciudad, y Alexander Mackendrick le ofrece el protagonismo de Huida hacia el Sur (1963). De aquí en adelante, sus apariciones serán más bien secundarias, en filmes como El gran combate (1964), de John Ford; El rey del juego (1965), de Norman Jewinson, o El oro de Mackenna (1969), de J. Lee Thompson.
Murió de cáncer sin ver estrenada su última película, Cuando el destino nos alcance (1973), de Richard Fleischer, donde Robinson estaba espléndido, al lado de Charlton Henston, en la adaptación de la famosa novela de ciencia ficción de Harry Harrison "Make Room! Make Room!". Recibió un año antes, en 1972, un Oscar honorífico "por sus fabulosas interpretaciones en el cine, su gusto por las artes y por ser un ciudadano norteamericano modelo... En suma, un Hombre del Renacimiento. De sus amigos en la industria que le aman". Los mismos que, durante más de cuatro décadas, no le otorgaron ni siquiera una sola nominación al Oscar como mejor actor; oficio en el cual fue, pese a su corta estatura, uno de los más grandes.
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
[fecha de acceso: ].