Yusuf Ibn Tashfin
(Yusuf Ibn Tashfin Ibn Ibrahim Allah Tumy Abu Yacub; Marruecos, hacia 1009 - Marrakech, 1106) Emir de Marruecos, fundador y primer emir de la dinastía beréber almorávide (1061-1106).
Desde Marrakech, fundada por él mismo en el año 1062, consiguió unificar a las tribus beréberes del Sáhara occidental y extender su poder efectivo por el norte de Marruecos y el Magreb central, alcanzando la actual Argel. Tras pasar varias veces a la península Ibérica, acabó por hacerse con todo el poder y derribar uno por uno a los numerosos reinos de taifas enfrentados entre ellos, dominando gran parte de la península tras derrotar al monarca castellano-leonés Alfonso VI en la batalla de Sagrajas o Zallaqah, en el año 1086.
Su reinado fue brillante en términos generales, complaciéndose en proteger las ciencias y las artes, así como fomentando los principios de la justicia coránica. Extremadamente religioso, llevó una existencia muy austera y frugal que le permitió vivir casi cien años. Jamás usó más título que el de emir (al-muslim), reconociendo la supremacía religiosa encarnada por el califa abasí de Bagdad.
Ibn Tashfin era sobrino de Yahya y Abu Baker, jefes de la tribu beréber de los lamtunas, a los que el líder religioso Abdallah, jefe espiritual de los almorávides, había encargado la dirección militar del primigenio Imperio almorávide. Ibn Tashfin comenzó desempeñando labores de lugarteniente de su tío Abu Baker, quien acababa de someter gran parte del Marruecos central al poder almorávide.
Cuando estallaron enfrentamientos graves entre las tribus beréberes que habían quedado en el desierto, Abu Baker decidió acudir al escenario de las rivalidades dejando a su sobrino Ibn Tashfin al mando para que consolidase las conquistas anteriores en el centro. Ibn Tashfin, aconsejado por su mejor consejero, la mujer de su tío Abu Baker, Seinab, decidió hacerse con el poder efectivo del Imperio aprovechándose de la ausencia de éste.
Cuando Abu Baker regresó victorioso del desierto, no pudo evitar reconocer el cambio de liderazgo en el Imperio en favor de su sobrino, al que concedió, parece ser que de buena fe, todo el mando efectivo y también a su propia esposa, retirándose a sus posiciones meridionales de donde nunca más salió hasta su muerte. Ibn Tashfin tomó el título de al-muslim, reconociendo la supremacía religiosa del califa abasí de Bagdad y fundó, al año siguiente, la capital de Marrakech utilizando como base un próspero poblado enclavado en un oasis ubicado en medio de las rutas de caravanas que unían el Senegal y Malí con el Magreb y el resto del norte de África.
Sus grandes victorias militares y su ortodoxia tan rigurosa en materia religiosa le granjearon las simpatías de su tropa, del estamento religioso y de las poblaciones que iba conquistando a medida que ascendía hacia las costas mediterráneas del norte de África. Así, en el año 1070, Ibn Tashfin conquistó la ciudad santa de Fez, donde mató a más de 3.000 personas que aún se oponían a su poder.
Desde Fez siguió avanzando como un rodillo hasta tomar Tánger, en el año 1078, y después Tlemecén, dos años después. Para ese año, todo el Magreb y el Sáhara occidental pertenecía al Imperio almorávide creado realmente por Ibn Tashfin y sus leales tropas, las cuales adoraban a su líder natural con verdadera pasión, clave del éxito militar tan espectacular de los primeros momentos del Imperio almorávide.
Precisamente, por aquel entonces, los reyes de taifas peninsulares se enfrentaban con serios peligros al norte, pero sin embargo, pactaron con los reyes cristianos pagando tributos e incluso haciendo concesiones de fortalezas y ciudades. Según parece, estos reyezuelos temían más a los almorávides, cuyas gestas guerreras ya habían traspasados las fronteras del Magreb, que a los cristianos, los cuales todavía se hallaban enfrascados en problemas internos graves (querellas dinásticas en el reino de Castilla-León).
Pero cuando la situación cambió drásticamente, sobre todo tras la conquista de Toledo por parte de Alfonso VI de Castilla-León, los reyes de taifas optaron por pedir ayuda a los almorávides, a fin de cuentas musulmanes como ellos. En el año 1079, fecha en la que Alfonso VI declaró la guerra al monarca sevillano al-Mutamid, comenzaron las primeras conversaciones serias con Ibn Tashfin. En el año 1083, el enviado judío de Alfonso VI llegó a Sevilla al frente de una amplia delegación con el fin de recaudar el tributo convenido. Cuando éste hizo algunas observaciones dudando de la autenticidad de la moneda, el monarca sevillano perdió la calma y lo mandó matar allí mismo.
Figurándose las lógicas consecuencias, al-Mutamid convocó a los reyes de taifas más importantes para estudiar la situación que se avecinaba. Decididos por fin, al-Mutamid de Sevilla, al-Mutawakkil de Badajoz y Abd Allah de Granada, juntamente con el cadí de Córdoba, Ben Adam, enviaron embajadores a Ibn Tashfin, en el año 1083, compuesta principalmente por cadíes, los cuales intentaron convencer a un reservado Ibn Tashfin, bastante reacio a dar un salto geográfico tan importante y abandonar su imperio norteafricano. En el año 1085, al-Mutamid apeló directamente a Ibn Tashfin implorándole en nombre del Islam que viniera a salvar la situación. Para acabar de convencer al piadoso Ibn Tashfin, al-Mutamid apeló al sentido religioso y magnificó hasta extremos literarios los ataques de los cristianos contra los edificios religiosos musulmanes y su clero.
A pesar de seguir manteniendo fuertes reservas en la empresa, Ibn Tashfin acabó cediendo ante la presión de sus consejeros y de los eruditos religiosos de la península, no sin antes obligar a al-Mutamid a que le cediera la plaza de Algeciras, regida en aquel momento por su hijo Radi, lugar por otra parte elegido para llevar a cabo el desembarco de las tropas almorávides, un impresionante ejército de 70.000 hombres disciplinados y curtidos en mil batallas al mando del eficiente general Dawud Ibn Aisha.
Tras los preparativos preliminares, el ejército almorávide se dirigió a Sevilla, donde fue recibido con verdadera satisfacción por fastuosas delegaciones de las taifas más importantes de la península. En Sevilla se pactó la estrategia a seguir y al-Mutamid fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas de los reyes de taifas por orden expresa de Ibn Tashfin, quien se puso al frente de la élite del ejército almorávide junto con su gran general Dawud. Cuando Alfonso VI de Castilla-León se enteró del desembarco, dejó inmediatamente el cerco que estaba sosteniendo en la taifa de Zaragoza para dirigirse raudo hacia el sur peninsular al frente de un ejército de unos 50.000 hombres reclutados apresuradamente, formado por castellano-leoneses y aragoneses.
Esperando que los cristianos se adentraran por el sur así poder rodearlos, las fuerzas musulmanas se hicieron fuertes en Sagrajas, una pequeña localidad situada a 5 kilómetros de Badajoz. Ambos jefes decidieron entablar la decisiva batalla el sábado, respetando así los dos días sagrados de ambas religiones (el viernes y el domingo), pero Alfonso VI rompió el acuerdo y atacó por sorpresa, el 23 de octubre del año 1086. La vanguardia del ejército encabezado por al-Mutamid fue presa del pánico pero resistió con gran valor los primeros envites cristianos hasta que pudieran recibir ayuda por la retaguardia de las tropas almorávides, las cuales infligieron una aplastante derrota al enemigo. Alfonso VI tuvo que huir gravemente herido para salvar su vida, dejando la grueso de sus fuerzas muertas en el campo de batalla.
Una vez acabada la confrontación, Ibn Tashfin decidió regresar a Marruecos apremiado por la muerte de su hijo primogénito en Ceuta y por el lógico desgaste de sus mejores tropas en la campaña peninsular. Antes de marcharse dejó un contingente de 3.000 soldados al cuidado del rey sevillano. La resonante victoria de Sagrajas no resolvió gran cosa, excepto elevar la moral de los reyes de taifas temporalmente y convencer al monarca almorávide de la debilidad crónica de los reyezuelos andalusíes a la hora de solucionar sus rencillas y problemas internos y de enfrentarse con los cristianos.
Alfonso VI tardó poco en formar un nuevo ejército y fortalecer su posición con el ánimo de desquitarse del varapalo de Sagrajas. El monarca castellano-leonés volvió a penetrar en territorio musulmán llegando, en el año 1087, a las mismas puertas de Sevilla, lo que obligó a al-Mutamid a pedir de nuevo ayuda a Ibn Tashfin. Alfonso VI edificó la recia fortaleza de Aledo entre Lorca y Murcia, dotándola de una guarnición de 15.000 hombres permanentes desde donde amenazaba a todo el este de al-Andalus. Los intentos de al-Mutamid por acabar con la fortaleza resultaron fallidos a causa de la falta de ayuda de otros gobernantes musulmanes.
Nuevamente en peligro, al-Mutamid se dirigió en persona a la corte almorávide donde rogó al emir su presencia en la península. Ibn Tashfin consintió a la primera, en el año 1089, poniendo sitio a aquella fortaleza. Pero al fracasar en el empeño y tras comprobar las mezquindades, los egoísmos y los odios que atenazaban a la gran mayoría de los pusilánimes reyezuelos de taifas, decidió levantar el campamento y abandonar a los andalusíes a su propia suerte, sabedor de su tremenda debilidad y esperando una mejor oportunidad para hacerse con el objetivo que acariciaba desde su primera incursión peninsular: conquistar todo al-Andalus y prescindir de semejantes reyes, más preocupados por su propio beneficio y prestigio que en unirse en un frente poderoso para luchar contra el enemigo común. Un hecho determinante que acabó por convencer a Ibn Tashfin en su empresa conquistadora fue que el hecho de contar con el apoyo total de los eruditos religiosos y de gran parte del pueblo llano. Con semejantes certezas en su ánimo, el almorávide regresó a Marrakech en espera de noticias.
Alarmados por la situación tan deteriorada que vivían las taifas, constantemente amenazadas o bien subyugadas por Alfonso VI, los eruditos religiosos decidieron tomar las riendas de la situación haciendo una llamada urgente a Ibn Tashfin, en la que el entregaron una fatwa (decisión legal) de los teólogos al-Gazali y al-Turtushi, autorizándole a ocupar y administrar al-Andalus y asumir el título de Ami al-Muslimin (Príncipe de los Creyentes). Con semejante aval, Ibn Tashfin no se lo pensó dos veces, y en el año 1090 desembarcó, por tercera vez, en Algeciras, esta vez como libertador y con intenciones de conquista, pasando por encima de todos los reyezuelos que se le opusieran.
Nada más pisar la península, Ibn Tashfin se dirigió a Córdoba, donde convocó a todos los reyes a una reunión para despojarlos de su poder sin excepción alguna. El primero en resistirse a los designios del almorávide fue Abd Allah de Granada, tributario de Alfonso VI. IBn Tashfin descargó toda su ira contra aquél, encadenando a sus emisarios y enviando un poderoso ejército contra la ciudad. El monarca granadino trató de reunir fuerzas suficientes para afrontar los ataques almorávides, pero sus propios súbditos recibieron con los brazos abiertos a las tropas africanas. Abd Allah no tuvo más remedio que entregarse incondicionalmente, recibiendo un trato humillante ante su pueblo, tras de lo cual fue enviado al exilio a Agmát, una pequeña localidad al norte de Marrakech, donde pronto se le unirían otros reyezuelos igual de díscolos, como su intrigante hermano Tamim de Málaga.
El resto de gobernantes, alertados por la forma en que Ibn Tashfin había resuelto la desobediencia de Abd Allah, siguieron intrigando entre sí, convirtiéndose así en presa fácil para Ibn Tashfin, que procedió a liquidarlos uno a uno con diferentes pretextos, hasta que sólo quedaron Al-Mutamid de Sevilla e Ibn al-Aftas de Badajoz. Mientras que Ibn Tashfin presionaba al sevillano, su general Sir Ibn Abu Baker tomó Tarifa y se dirigió a Sevilla, al mismo tiempo que otro gran contingente de tropas se dirigió hacia Jaén, Ronda y Córdoba, ciudad esta última gobernada por un hijo de al-Mutamid, Fath, quien a pesar de defenderse con heroísmo fue ajusticiado sin compasión, en marzo del año 1091, por los almorávides. El 10 de mayo comenzó el sitio de Carmona y después el de Sevilla.
Abu Baker pidió a al-Mutamid que se rindiera pacíficamente, garantizándole la vida y sus propiedades, pero el orgulloso gobernante sevillano opuso una obstinada y suicida resistencia y, para consternación de Ibn Tashfin, entró en tratos con Alfonso VI para que le ayudara en la lucha a cambio de concesiones territoriales y más oro. Tras seis días de durísimo asedio, sin el apoyo de su pueblo, al-Mutamid se rindió, el 7 de septiembre, junto con unos cien hombres de su séquito. El derrotado monarca fue encadenado y enviado a Agmát, donde acabó su vida en medio de la más adyecta pobreza y humillaciones. La caída de Sevilla fue seguida por la de Badajoz en 1094, Valencia en 1102 y Zaragoza, Lisboa y Santarem en el 1110. En cambio, Toledo siguió bajo dominio castellano-leonés.
A partir del año 1090, hasta el año 1145, al-Andalus se convirtió en una provincia más del Imperio almorávide regido con mano de hierro por Ibn Tashfin. El monarca almorávide nombró jefes militares capaces de sostener el imperio, gobernar las ciudades y mantener a raya a los cristianos, al mismo tiempo que colaboraron con los eruditos religiosos en la recuperación de la religión. Bajo su égida, al-Andalus recuperó su antigua posición de preeminencia en la península, pero su obra se vino abajo nada más morir, ya que sus descendientes no pudieron o no supieron conservar ni tan siquiera lo conquistado por él, hasta acabar siendo destronados por otra dinastía originaria de la misma región beréber: la de los almohades.
En el año 1102, Ibn Tashfin regresó a la península para proclamar a su hijo Alí sucesor del imperio, nombrándole por el momento gobernador de toda la península almorávide con capital en Córdoba. De regreso a Marrakech, Ibn Tashfin murió en el año 1106, a la edad de 97 años de edad, después de haber recibido de parte del califa abasí de Bagdad al-Mustansir el reconocimiento oficial de su imperio territorial.
Según varias descripciones contemporáneas a Ibn Tashfin, éste era de tez morena, de pura raza beréber, de talla media, bastante delgado por la frugalidad de su dieta, de barba rala, ojos negros, nariz aguileña, cejas hirsutas y un hermoso pelo negro crespo. Todos los autores están de acuerdo a la hora de juzgarle como un hombre justo, piadoso, benévolo y magnánimo con su amigos pero también inapelable con sus enemigos recalcitrantes. Según estas mismas crónicas, siempre vistió prendas hechas con lana. Hombre genial y de gran energía, su devoción religiosa le llevaba siempre a consultar a los alfaqíes y cadíes antes de emprender empresas políticas y militares de importancia, lo que le granjeó el afecto y la simpatía del clero y del pueblo llano.
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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