Miguel de Cervantes

Don Quijote de la Mancha

Es posible que Miguel de Cervantes empezara a escribir el Quijote en alguno de sus periodos carcelarios a finales del siglo XVI, mas casi nada se sabe con certeza. En el verano de 1604 estaba terminada la primera parte, que apareció publicada a comienzos de 1605 con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El éxito fue inmediato. En 1614 aparecía en Tarragona una continuación apócrifa escrita por alguien oculto en el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda, quien acumuló en el prólogo insultos contra el verdadero autor.


Miguel de Cervantes

Cervantes llevaba por entonces muy avanzada la segunda parte de su inmortal novela, y la terminó muy pronto, acuciado por el robo literario y por las injurias recibidas; por ello, a partir del capítulo 59 de la segunda parte, no perdió ocasión de ridiculizar al falso Quijote y de asegurar, por boca de los mismos protagonistas, la autenticidad de los verdaderos don Quijote y Sancho. Esta segunda parte apareció en 1615. En 1617, las dos partes se publicaron juntas en Barcelona; y muy pronto el Quijote se convirtió en uno de los libros más editados del mundo, traducido con el tiempo a todas las lenguas con tradición literaria.

Génesis del Quijote

Considerado en su conjunto, el Quijote ofrece una anécdota bastante sencilla, unitaria y bien trabada: un hidalgo manchego, enloquecido por su desmedida afición a la lectura de libros de caballerías, decide hacerse caballero andante y sale tres veces de su aldea en búsqueda de aventuras, siempre auténticos disparates, hasta que regresa a su casa, enferma y recobra el juicio. Sin embargo, el conjunto de la trama no está diseñado de un tirón, sino que responde a un largo proceso creativo, de unos veinte años, un tanto sinuoso y accidentado: cabe la posibilidad de que Cervantes ni siquiera imaginara en los inicios cuál sería el resultado final.

Algunos cervantistas han defendido la tesis de que Cervantes se propuso inicialmente escribir una novela corta del tipo de las Novelas ejemplares. Esta idea se basa en la unidad de los seis primeros capítulos, en los que se relata la primera "salida" de don Quijote, su regreso a casa descalabrado y el escrutinio de su biblioteca por el cura y el barbero. Otra razón es la estrecha relación entre el comienzo de cada uno de estos seis capítulos iniciales y el final del anterior. Y también apoya esta teoría la semejanza entre el relato de la primera salida y el anónimo Entremés de los romances, donde el labrador Bartolo, enloquecido por la lectura de romances, abandona su casa para imitar a los héroes del romancero, defiende a una pastora y resulta apaleado por el zagal que la pretendía, y cuando es hallado por su familia imagina que lo socorre el marqués de Mantua. Pero la hipótesis del relato breve es rechazada por otros estudiosos, que consideran que Cervantes planeaba desde el principio una novela extensa.

Estructura

En el desarrollo interno de relato pueden apreciarse tres partes, que corresponden a las tres salidas del hidalgo en busca de aventuras. En la primera parte del Quijote (1605) se relatan dos salidas (del capítulo 1 al 6 la primera, y del capítulo 7 al 52 la segunda). La 74 capítulos de la segunda parte del libro (1615) contienen la tercera y última salida de don Quijote. A pesar de su idéntico desenlace (en todas ellas el hidalgo regresa derrotado a su aldea), las diferencias entre estas tres partes son notables.

La primera ha de ocuparse previamente, como es natural, de presentar al personaje y explicar el proceso que lo lleva a la locura. "Del poco dormir y del mucho leer" libros de caballerías, nos dice Cervantes, un hidalgo cincuentón llamado Alonso Quijano "vino a perder el juicio". Esa locura le conduce a tener por históricas y realmente ocurridas las más fantasiosas peripecias de los caballeros andantes, y a concebir el disparatado proyecto de convertirse en uno ellos. Con armas anacrónicas y un flaco rocín (Rocinante), abandona sin ser visto su casa en busca de lances en los que piensa sostener a los débiles, acreditar su valor, cobrar inmortal fama y hacerse digno del amor de Dulcinea del Toboso, que no es sino la transmutación en gran dama de una moza labradora de la que anduvo enamorado.


Alonso Quijano enloquece leyendo libros de caballerías (ilustración de José del Castillo, 1780)

Ya incluso en esta primera salida, cuyo relato manifiesta una mayor cohesión que las restantes, se revela el entramado estructural de la obra, construida sobre una serie de unidades narrativas en apariencia independientes. El Quijote, en efecto, debe considerarse una novela episódica; la narración de cada una de las tres salidas consiste fundamentalmente en una sucesión de episodios o "aventuras" que hasta cierto punto admite una lectura separada, en el sentido de que cada uno de ellos es un relato completo, con su planteamiento, nudo y desenlace.

Así, tres son los episodios que componen la primera salida: Don Quijote es armado caballero en una burlesca ceremonia celebrada en una venta, libera a Andrés y obliga a su amo Juan Haldudo a pagarle la soldada, y es apaleado por los mercaderes toledanos a los que pretende obligar a declarar que Dulcinea del Toboso no tiene parangón en el mundo. Un vecino recoge y devuelve al maltrecho hidalgo a su casa, donde, al conocer la causa de su desvarío, el cura y el barbero condenan a la hoguera sus libros de caballerías, en lo que hubiera sido un muy adecuado desenlace para una novela ejemplar.

Un mero suceso argumental, pero de trascendentales consecuencias literarias, es la causa de la abismal diferencia entre la primera salida y las siguientes: la incorporación de un nuevo personaje, Sancho Panza, con rango de coprotagonista. Don Quijote, en efecto, logra convencer a Sancho Panza, "un labrador amigo suyo, hombre de bien [...] pero de muy poca sal en la mollera", de que lo acompañe como escudero en sus aventuras, asegurándole que podía ser "que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della."

A partir de ahora, Cervantes no necesitará hacer monologar a su personaje; en contraste con la primera salida, el relato cobra singular viveza y animación y se enriquece con la nueva perspectiva que aporta Sancho, en ciertos aspectos opuesta y en otros complementaria a la de don Quijote. Y de una aventura a otra, es decir, entre o dentro de los múltiples episodios relatados a lo largo de la segunda y de la tercera salidas, tendrán lugar los célebres y sabrosísimos diálogos entre el caballero y el escudero.


Don Quijote y Sancho (ilustración de José del Castillo, 1780)

Desde el punto de vista estructural, ha de constatarse asimismo una característica prontamente observada que distingue la segunda salida de la tercera, y de hecho las dos partes de la novela. Pensando que seguir siempre los pasos de don Quijote y Sancho podría resultar prolijo, e influido por el ideal de variedad que caracteriza la narrativa renacentista, Cervantes intercaló entre las aventuras del caballero y el escudero una serie de relatos con escasa conexión con la acción principal: la historia de Crisóstomo y Marcela, la historia de Cardenio, la novela El curioso impertinente, la historia del cautivo y la de Leandra y Vicente de la Rosa. Sensible a las críticas adversas de los lectores, que más querían saber de la pareja protagonista que de historia secundarias, Cervantes abandonó esa práctica en la segunda parte, aunque todavía incluyó en ella la historia de las bodas de Camacho.

Los personajes

La consideración del Quijote como novela episódica no debe llevar a entender la obra como una sucesión de compartimentos estancos; todo lo contrario, las interconexiones entre los episodios son múltiples, lo que parecen aventuras completas no siempre los son (lo verdaderamente ocurrido entre Andrés y Juan Haldudo no se conoce hasta el capítulo 31) o bien no son correctamente interpretadas, ciertos personajes o motivos reaparecen en distintos lances, y cada una de las peripecias desempeña su función dentro del conjunto de la obra. Uno de los aspectos que mejor refleja la subordinación de los episodios al conjunto es la evolución de los protagonistas; a lo largo de la narración, su modo de ser se ve modificado como resultado de las experiencias por las que atraviesan.

Así, don Quijote sigue un proceso que puede definirse como de pérdida y progresiva recuperación del juicio, hasta su definitiva curación. El desencadenante de su locura (que es a su vez el motor de la acción) es su desmesurada afición a los libros de caballerías, que lo lleva a forjar el quimérico proyecto de resucitar en el siglo XVII la caballería medieval. Pero la enajenación de Don Quijote no se manifiesta únicamente en este propósito; de hecho, lo más llamativo de su trastorno es su alucinada percepción de la realidad.


La aventura de los molinos (óleo de José Moreno Carbonero, 1878)

Del mismo modo que el enamorado, confundido por la fuerza de su pasión, cree ver, a lo lejos o de espaldas, a su amada en otras mujeres, el deseo de aventuras trastoca los sentidos de don Quijote. Si, en la lejanía, las aspas de los molinos le parecen gigantes agitando sus brazos, es porque don Quijote proyecta en la realidad lo que fervientemente desea ver: un mundo medieval conforme al descrito en los libros (con sus gigantes, castillos, encantadores, ejércitos, hermosas damas y valientes caballeros) en el que está firmemente decidido a acreditar su valía como caballero andante.

Tal estado alucinatorio no es permanente, y de hecho resulta habitual que, tras un desenlace desastroso de la aventura, la evidencia de los sentidos se imponga al hidalgo. Pero tampoco entonces reconoce su error anterior, sino que halla también en el universo caballeresco de su mente una explicación de lo ocurrido en la realidad: los envidiosos y malignos encantadores que le persiguen convirtieron en el último momento a los gigantes en molinos para arrebatarle la gloria del triunfo; y así, el recurso a los encantadores u a otros expedientes similares mantiene a don Quijote en sus trece.

Don Quijote

Conforme al citado proceso de pérdida y recuperación del juicio, la locura de don Quijote presenta matices distintos en sus tres salidas en busca de aventuras. En la primera salida, hay que sumar al trastorno perceptivo (que lo lleva transformar en castillo la venta en que necesita ser armado caballero) los desdoblamientos de personalidad que sufre tras el apaleamiento de los mercaderes toledanos; don Quijote cree ser primero Valdovinos, héroe del romancero, y luego el moro Abindarráez, protagonista de una célebre novela morisca recogida por Antonio de Villegas.

Tales desdoblamientos desaparecen en la segunda salida: Alonso Quijano será siempre don Quijote, su deseo de aventuras le lleva a ver gigantes en los molinos y ejércitos en los rebaños, y en esa línea se mantendrá pese a que su locura parece subir de punto en episodios como la penitencia de Sierra Morena, en el que don Quijote decide imitar la penitencia que hizo Amadís tras ser desdeñado por Oriana pese a no haber padecido ningún desdén por parte de su Dulcinea.


Representación de la ópera Don Quijote (1910), de Jules Massenet

El mes de reposo que transcurre entre la segunda y la tercera salida parece hacer bien a don Quijote. En efecto, en la tercera salida, que corresponde al segundo volumen de la obra (1615), el hidalgo conserva intacto su propósito y se lanza de nuevo con Sancho en busca de aventuras, pero apenas si experimenta alguna de aquellas alucinaciones que distorsionaban la realidad conforme a su deseo. Ahora bien, sin esa locura alucinada, generadora de la acción e incluso de los supuestos espacios en que se enmarcan los lances, ¿cómo pueden surgir nuevas aventuras?

Resulta que un suceso en apariencia menor, acaecido entre la segunda y la tercera salida, va a modificar sustancialmente el carácter de las aventuras de la segunda parte del libro: el hecho real, pero también recogido en la ficción, de que la primera parte de las aventuras de don Quijote y Sancho ha sido publicada. Los personajes de la segunda parte han leído la primera parte (el bachiller la comenta incluso con sus protagonistas en los capítulos 3 y 4) o, cuando menos, han oído hablar de una obra que ha hecho famosos por toda España a don Quijote y Sancho.

De este modo, es frecuente en esta segunda parte que, cuando el caballero y el escudero llegan a cierto sitio, sean reconocidos de inmediato por los demás personajes como aquellos singulares don Quijote y Sancho cuya vida anda impresa en libros. Y son entonces los demás personajes los que, sabedores de la locura del amo y de la simplicidad del criado, inventan para ellos falsas aventuras sin otra idea que regocijarse viéndolos en acción, de modo que es el propio mundo, sin interferencia de la percepción del hidalgo, el que se convierte en caballeresco.

Es el caso de los duques, que reciben y acogen en su casa al hidalgo como verdadero caballero (capítulos 30-52) y tejen para divertirse fingidas aventuras como la de Clavileño, supuesto caballo volador que ha de llevar al caballero y al escudero a los dominios del gigante Malambruno, al que debe vencer para desencantar a la barbuda condesa Trifaldi; con el mismo objetivo entregan los duques a Sancho el gobierno de una de sus "ínsulas". Es también el caso del mismo Sancho, que, ante la dificultad de encontrar a Dulcinea, opta por hacer creer a don Quijote que tres rústicas aldeanas son Dulcinea y sus doncellas, en una espléndida ejecución cervantina del tema del "engaño a los ojos".


Fotograma de Don Quijote (1969), una adaptación de Orson Welles que quedó inconclusa

No siempre hay burla ni mala intención en estos imaginarios lances: por dos veces el bachiller Sansón Carrasco se disfraza de caballero con la idea de, tras vencer a don Quijote en duelo, imponerle el regreso a su aldea y propiciar su curación; sólo en la segunda, encarnando al Caballero de la Blanca Luna, logra derrotar a don Quijote en la playa de Barcelona, precipitando la historia hacia su desenlace. Aunque la propensión a lo caballeresco induce a don Quijote a creer en tramas fingidas de burda concepción, y aunque en episodios como el del barco fantasma o el del retablo de Maese Pedro se mantiene su incapacidad para distinguir entre lo real y lo ficticio, no hay duda de que la locura del hidalgo pierde su carácter extremo en esta segunda parte, pasando en general de engañarse a ser engañado.

Uno de los episodios más relevantes en lo que respecta a su evolución es el de la cueva de Montesinos (capítulos 22-23). Atraído tanto por el nombre (Montesinos es uno de los famosos héroes caballerescos del Romancero) como por las cosas maravillosas que de ella se cuentan, don Quijote decide bajar al interior de la cueva, pero queda accidentalmente retenido en un entrante, y, esperando a que vuelvan a izarle, se duerme. De nuevo en el exterior, relata el sueño que tuvo al quedarse dormido (aunque duda de si fue sueño o realidad): guiado por un Montesinos vestido de estudiante, don Quijote recorre un palacio de cristal en el que se encuentran, sometidos a un encantamiento que dura ya quinientos años, el gallardo Durandarte repitiendo maquinalmente su propio romance, la hermosísima Belerma convertida en una poco agraciada plañidera, y hasta su amada Dulcinea, una de cuyas doncellas le pide dinero prestado.

Es decir, el subconsciente de don Quijote ha elaborado una representación en que sus héroes son grotescamente degradados, revelando que, en fase tan temprana como la que corresponde al este episodio, en su fuero interno empiezan a albergarse dudas sobre la excelencia de aquel mundo caballeresco que siempre había sido la referencia de su proyecto vital. Y efectivamente, a lo largo de la segunda parte asistimos a un progresivo debilitamiento (producto acaso de su debilitada fe) de aquella firme y admirable fuerza de voluntad que había mostrado; excesivamente en manos, además, de los ilusorios lances organizados por terceros, el protagonista parece desdibujarse, perder su condición de forjador de su propia vida.


El Caballero de la Blanca Luna (el bachiller Sansón Carrasco) vence a don Quijote en la playa de Barcelona

Tal pérdida es, desde otra perspectiva, el índice de su avance hacia la cordura. Después de ser derrotado por el Caballero de la Blanca Luna (capítulo 64), y llevado de su manía libresca, todavía concibe don Quijote otro extravagante propósito, el de emular otro género literario en boga en el Renacimiento que el propio Cervantes, completamente en serio, había abordado en La Galatea: la novela pastoril, o los libros de pastores. El nuevo proyecto de una idílica vida pastoril es literalmente arrollado en el episodio de la piara de cerdos (capítulo 68), y la definitiva recuperación del juicio llega en el último capítulo. Instalado de nuevo en su aldea, don Quijote cae gravemente enfermo; tras seis días en cama, y después de un sueño reparador, despierta curado de su locura ("ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído"). El hidalgo dicta su testamento y, entre la general consternación, fallece tres días más tarde, habiendo recibido los sacramentos.

Sancho Panza

La evolución de Sancho Panza sigue una dirección en ciertos aspectos opuesta a la de su señor. Recién incorporado como escudero de don Quijote en su segunda salida, Sancho no comprende los desvaríos del hidalgo; tal incomprensión, patente desde la primera aventura a la que asiste, la de los molinos de viento, se mantiene a lo largo de la primera parte. Pero al mismo tiempo, en el transcurso de sus diálogos con don Quijote, Sancho no puede dejar de apreciar la discreción y buen juicio que muestra su amo en lo todo lo que no se refiere a la caballería andante, así como la bondad de su corazón, la generosidad con que se entrega a las causas que cree justas y la valentía, o temeridad, con que afronta los peligros a veces imaginarios y a veces reales de sus aventuras.

A pesar de los continuos descalabros, Sancho permanece junto a don Quijote con la esperanza de obtener el gobierno de la prometida ínsula o al menos alguna ganancia material que compense tantos sinsabores. Así parece seguir al principio de la tercera salida, o sea en la segunda parte del Quijote: pese al desastroso balance de sus andanzas, acepta acompañar de nuevo a don Quijote, pero pone como condición recibir un salario. Pero ya en la primera peripecia, el encantamiento de Dulcinea (capítulo 10), se advierte hasta qué punto Sancho ha comprendido no los altos ideales que profesa don Quijote, pero sí al menos el modo en que los mismos actúan como resortes de su locura; gracias a ello se libra del penoso encargo de encontrar a Dulcinea, haciendo creer a don Quijote que malignos encantadores nublan su vista y le impiden ver que tres rudas labradoras son Dulcinea y sus doncellas.


El encantamiento de Dulcinea (ilustración de Gustave Doré)

En la transformación de Sancho, el gobierno de la ínsula Barataria es sin duda la experiencia más decisiva. Como una más de las burlas organizadas para su propio regocijo, los duques disponen que en una de sus aldeas se reciba a Sancho como gobernador y se cumplan sus mandatos. Aleccionado previamente por don Quijote, Sancho muestra excelente tino en sus disposiciones de gobierno y a la hora de juzgar los difíciles casos que se le presentan.

Pero el afán de diversión de los duques tuerce pronto las cosas: los médicos le prohíben comer, se le avisa de que intentan matarlo y, tras ser molido en el transcurso de una fingida invasión de la ínsula, Sancho decide, pese a la supuesta victoria final, dejar el gobierno y volver al servicio de su señor. Antes de partir, se dirige graciosamente a su rucio: "después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos", y luego a sus servidores en la ínsula: "Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente."

Después de esta decisión queda bien claro, a diferencia de lo ocurrido hasta ese momento, que ya no son las vanas esperanzas de riquezas o poder las que llevan a Sancho a continuar junto a su señor, sino un afecto y una fidelidad desinteresadas, e incluso cierta comunión con sus ideales y su modo de vida, como se aprecia en la confluencia de las citas anteriores con las palabras de don Quijote tras abandonar la casa de los duques: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida."


Sancho en la ínsula Barataria

Este progresivo acercamiento, que ha sido llamado la quijotización de Sancho, culmina en la triste escena final, en el ruego que, con lágrimas en los ojos, dirige el escudero al amo en su lecho de muerte: "No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado". Mientras don Quijote reniega de los libros de caballerías, Sancho no desea sino emprender una cuarta salida, ni que sea pastoril.

De modo análogo se ha llamado sanchificación al proceso seguido por don Quijote. Tales conceptos deben entenderse en el sentido expuesto, sin exageraciones ni simplificaciones; ni Sancho se ha vuelto loco, ni don Quijote se ha convertido en un simple. Dicho llanamente, y como podría ser incluso previsible después de tantas conversaciones y experiencias compartidas, ha surgido entre ellos una comprensión y una amistad que los aproxima y hermana.

Intención y significación de la obra

Desde su mismo planteamiento, el Quijote se configura literariamente como una parodia sistemática de un género, los libros de caballerías. Es casi imposible enumerar los elementos paródicos, que van desde episodios enteros a detalles mínimos, y que hacen befa tanto de la idealización del mundo caballeresco como de sus exageradas fantasías y su estilo farragoso. Las novelas de caballerías habían sido muy populares incluso entre los analfabetos (solían leerse en grupo), y la reacción de los lectores del siglo XVII ante tamaña ridiculización del género fue, según muchos testimonios y como castizamente se dice, la de troncharse de risa.

Al lector actual, que sólo posee unas vagas ideas sobre los modelos parodiados, se le escapan muchos detalles que eran hilarantes para el público del Siglo de Oro, pero capta en seguida que el Quijote es un libro abiertamente cómico y encuentra pronto episodios de delirante jocosidad, como el barullo nocturno en la venta de Maritornes (I, 16). No hay duda que Cervantes escribió una obra divertida, rebosante de comicidad y humor, con el ideal clásico de instruir y deleitar. Cervantes afirmó ya en el prólogo de la primera parte que su libro era "una invectiva contra los libros de caballerías" y reiteró en varios pasajes que su propósito no había sido otro que ridiculizarlos.

En realidad, la sátira no iba dirigida contra todo el género, como se observa en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote que llevan a cabo el cura y el barbero. Tres libros se salvan de las llamas, y de ellos, dos son todavía conocidos y apreciados por la crítica moderna: el Amadís de Gaula (1508), de Garci Rodríguez de Montalvo, y Tirant lo Blanc (Tirante el Blanco, 1490), escrito en lengua catalana por Joanot Martorell; el tercero es Palmerín de Inglaterra, del portugués Francisco de Moraes. Pero después de estas meritorias obras iniciales, el género caballeresco cayó en manos de una pléyade de autores mediocres, que en estilo altisonante y pretendidamente culto relataron toda clase de fantasías disparatadas.


Don Quijote (1957), de Grigori Kozintsev, es la más valiosa de las adaptaciones cinematográficas

Al declarar esa intención, Cervantes se sumaba a una amplia corriente de humanistas que reiteradamente habían censurado los libros de caballerías por diversos motivos: por estar pésimamente escritos, por la manifiesta falta de verosimilitud de sus fantasiosos episodios e incluso por su inmoralidad; tampoco ellos apuntaban a las obras pioneras antes citadas, sino a la rápida decadencia que experimentó el género a lo largo del siglo XVI.

Algunos estudiosos, sin embargo, han visto en el propósito explícito de "poner en aborrecimiento" de los lectores las novelas de caballerías un mero subterfugio. Argumentan que, en los tiempos de la publicación del Quijote, el género caballeresco podía darse por muerto o por lo menos por agonizante, y no necesitaba ningún golpe de gracia. A ello se opone la idea de que, si bien es cierto que por esos años ya no se escribían libros de caballerías (y después del Quijote no se escribió ninguno más), los ya publicados seguían siendo muy leídos y apreciados.

Por otra parte, no hay que perder de vista que, a diferencia de otros géneros, la narrativa de los siglos XVI y XVII, y con ella la de Cervantes, no se había desprendido aún de las concepciones del medioevo, según las cuales todo relato había de tener una finalidad didáctica y moral. Moralizantes son, desde su mismo título, las Novelas ejemplares y el resto de la producción narrativa del autor. En cualquier caso, el mismo plan de la obra evidencia el propósito moral. Al principio, los dañinos libros de caballerías perturban el juicio de Alonso Quijano hasta el punto de hacerle creer que es histórico lo que en ellos se relata y llevar a la práctica la idea de emularlos. En el desarrollo, la aureola de tales libros queda destruida mediante una cáustica y exhaustiva parodia. Al final, y para mayor eficacia del mensaje, se pone en boca del mismo protagonista, una vez recuperada la cordura, la diatriba contra el género.

En este sentido es notable la diferencia que separa el verdadero Quijote del apócrifo: concluir, como hace Avellaneda, recluyendo sin más a don Quijote en un manicomio es reducir la creación cervantina a un sainete bufo e ignorar, incluso, su más elemental sentido. Por contra, Avellaneda incidió probablemente en un aspecto del desenlace: la muerte del hidalgo. Tal muerte en modo alguno ha de entenderse como castigo de sus desvaríos; recobrado el juicio, don Quijote muere cristianamente, y no dudamos de la salvación de su alma. Aunque la muerte del protagonista no era necesaria para cumplir el propósito moral de la obra, Cervantes se inclinó por esta opción (si no estaba prevista de antemano) para evitar que continuadores tan superficiales como Avellaneda se apropiaran del personaje.


Don Quijote y Sancho Panza (1868), de Honoré Daumier

Pero aunque Cervantes no tuviera intenciones distintas a la declaradas, sí que es admisible que, al desarrollarlo a lo largo de más de mil páginas, su planteamiento inicial quedase desbordado, y terminase por legar a la posteridad una obra cuya riqueza significativa seguramente acertó a entrever, pero no a explicitar. Más allá de la parodia de los libros de caballerías, y a causa de la riqueza y complejidad de su contenido y de su estructura y técnica narrativa, la novela admite muchos niveles de lectura, e interpretaciones tan diversas como considerarla una obra de humor, una burla del idealismo humano o una mirada melancólica sobre tales ideales, una indagación en las múltiples y contradictorias facetas del alma humana, una exaltación de la voluntad, un canto a la libertad o muchas más.

También constituye una asombrosa lección de teoría y práctica literarias. Porque, con frecuencia, se discute sobre libros existentes y acerca de cómo escribir otros futuros, ya desde la primera parte: escrutinio de la biblioteca de don Quijote, lectura de El curioso impertinente en la venta de Juan Palomeque y disputa sobre libros de caballerías y de historia, revisión de la novela y el teatro de la época en la conversación entre el cura y el canónigo toledano... En la segunda parte de la novela algunos personajes han leído ya la primera y hacen la crítica de la misma. La primera parte será así el punto de referencia de las discusiones sobre teoría literaria incluidas en la segunda.

Entre otras aportaciones más, el Quijote ofrece asimismo un panorama de la sociedad española en su transición de los siglos XVI al XVII, con personajes de todas las clases sociales, representación de las más variadas profesiones y oficios y muestras de las costumbres y creencias populares. Sus dos personajes centrales, don Quijote y Sancho, constituyen una síntesis poética del ser humano. Sancho representa el apego a los valores materiales, mientras que don Quijote ejemplifica la entrega a la defensa de un ideal libremente asumido. Sin embargo, tal y como se percibe en la evolución de los protagonistas, condicionada por la doble interacción entre ellos y con el mundo, no son dos figuras simples y contrarias, sino ricas y complementarias, que muestran la complejidad de la naturaleza humana, materialista e idealista a la vez.

La locura y los ideales

La locura era un motivo frecuente en la literatura del renacimiento; excelente muestra de ello es el Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam, obra en que la Locura, personificada, elogia los absurdos comportamientos de los hombres: su conducta es tan irracional que los hace dignos de ser llamados seguidores suyos. En la narrativa, la figura del loco permitía en ocasiones explayarse a los autores, al poner en su boca ideas y discursos críticos que no se atreverían a expresar como propios. El mismo Cervantes hizo uso de este recurso en la novela ejemplar El licenciado Vidriera y también en el Quijote, permitiendo al hidalgo trazar, por ejemplo, una visión crítica del sistema judicial de la época en el episodio de los galeotes (I, 22).

En el Quijote, sin embargo, la locura es mucho más que una técnica elusiva, y posee una función vertebradora y una significación global; al fin y al cabo, el libro es la historia de un loco. Don Quijote actúa como un paranoico enloquecido por los libros de caballerías; unos lo consideran un loco rematado, otros creen que es un "loco entreverado", con intervalos de lucidez. En general, se observa que Don Quijote actúa como un loco en lo concerniente a la caballería andante y razona con sano juicio en todo lo demás. En la que resulta la más visible manifestación de su locura, don Quijote distorsiona la realidad y la acomoda a la ficción caballeresca: imagina castillos donde hay ventas, ve gigantes en molinos de viento y, cuando se produce el descalabro, también lo explica según el código caballeresco: los malos encantadores le han escamoteado la realidad, envidiosos de su gloria.

Pero la locura de Don Quijote es también un modelo de aspiración a un ideal ético y estético de vida. Se hace caballero andante para defender la justicia en el mundo, y desde el principio aspira a alcanzar la misma gloria que los protagonistas literarios de la literatura caballeresca. En suma, quiere hacer el bien y vivir la vida como una obra de arte. Se propone acometer "todo aquello que pueda hacer perfecto y famoso a un andante caballero"; por eso imita a sus modelos, entre los cuales el primero es Amadís de Gaula, a quien don Quijote emula en la penitencia de Sierra Morena. De ahí que la lectura del Quijote provoque, como se ha señalado a menudo, una sonrisa y una lágrima. Nos reímos de los disparates del caballero; pero también sentimos la tristeza de asistir al naufragio de unos ideales cuya realización debería ser posible.

Su influencia

Quizá Cervantes nunca llegó a imaginar la importancia que su obra llegaría a tener en la historia de la literatura. La crítica es unánime a la hora de señalar el Quijote como la primera novela moderna. El Quijote no se sitúa en épocas pretéritas ni en lejanías exóticas, no idealiza mundos ni personajes, sino que refleja la sociedad contemporánea; prescinde de toda improbable fantasía y se atiene a lo real y verosímil; no presenta como personajes tipos estereotipados e inalterables, sino seres de carne y hueso, manifiestamente humanos en su virtudes y debilidades, cuya forma de ser se ve modificada por las vivencias y los acontecimientos relatados. Algunos de estos rasgos estaban ya presentes en el anónimo Lazarillo de Tormes, novela picaresca de la que Cervantes aprendió mucho y que, sin el Quijote, hubiese sido la máxima creación narrativa del Siglo de Oro español.

Tan novedosa y radicalmente original fue la obra de Cervantes, que su propuesta tardó en tener continuadores. Herny Fielding parodió la novela lacrimógena en Las aventuras de Joseph Andrews (1742) y trazó un satírico retrato de la sociedad británica en la Historia de Tom Jones, expósito (1749); de raigambre cervantina es también la Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy (1759-1767), de Laurence Sterne. Del nuevo modo de novelar de estos autores ingleses arrancarían Dickens y las grandes figuras del realismo europeo del siglo XIX (Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Galdós, Clarín), que con su definitivo impulso hicieron de la novela el género preferido de la literatura contemporánea; todos ellos apreciaron el carácter precursor de la obra cervantina y reconocieron su magisterio.

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].