Meditaciones metafísicas
Esta obra del pensador francés René Descartes fue escrita en latín entre 1628 y 1629 y publicada en 1641 con el título Meditationes de prima philosophia. En 1647 apareció la primera traducción al francés, la cual popularizaría el título de Meditaciones metafísicas, abreviatura del título original, mucho más largo: Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma.
René Descartes
Dedicado a la Facultad de Teología de la Universidad de París, de la que esperaba recibir la aprobación oficial para su filosofía, el libro contiene la exposición más amplia y compleja del pensamiento de René Descartes, cuyos principios habían sido ya divulgados en el célebre Discurso del método (1637). Ya en su primera edición latina, las Meditaciones metafísicas iban seguidas de siete grupos de objeciones dirigidas a sus teorías por teólogos y filósofos de varias tendencias, con las respuestas del autor.
En las dos primeras meditaciones, Descartes adopta la regla de la "duda metódica", ya explicada en el Discurso del método, para hacer tabla rasa de todos los conceptos, como preliminar para una reconstrucción sobre la base intuitiva del dato inmediato de la conciencia: cogito, ergo sum (pienso, luego existo). El hombre es una sustancia pensante, inmaterial, y este conocimiento es una idea clara y distinta inalterable, independiente de lo sensible; de hecho, los cuerpos mismos no son en realidad conocidos con los sentidos ni con la imaginación, sino sólo con el pensamiento, la inteligencia.
A la certidumbre de la existencia real de los objetos exteriores fuera del Yo sólo se llega mediante la demostración de la existencia de Dios, porque las ideas de los cuerpos exteriores y las de las matemáticas no nos garantizan la existencia de los objetos, sino sólo del Yo que los piensa; es menester, pues, invocar el argumento de la veracidad de Dios, que produce en nosotros esas ideas.
Pero ante todo es preciso indagar si hay un Dios, y si es veraz. La premisa necesaria para la investigación es que la perfección objetiva de las ideas debe tener su causa en una realidad de no menor perfección formal. A la idea que poseemos del Ser perfectísimo debemos asignar una causa de igual perfección, esto es, Dios (argumento ideológico); la existencia del hombre no puede depender sino de la misma causa perfectísima que ha puesto en su pensamiento la idea de Dios y de las infinitas perfecciones que le faltan (argumento cosmológico). La idea de Dios es innata; y no podríamos tenerla si Dios no existiese verdaderamente (Meditación tercera).
Dios no puede engañar, porque el engaño procede de alguna privación. En nosotros el error es puramente negativo; es decir, no procede de un mal que esté en nosotros, sino de un defecto de la voluntad, que, por encima del intelecto, puede dar su asentimiento a lo que no es claramente conocido. No siendo, por consiguiente, una privación querida por Dios, sino un acto libre de nuestra voluntad, el error siempre puede ser evitado (Meditación cuarta).
La tercera prueba de la existencia de Dios es el argumento ontológico. A la esencia de Dios, que es el ser provisto de todas las perfecciones, no puede faltarle la existencia, que es una perfección; luego Dios existe. En el concepto de los demás objetos, en cambio, no está comprendida la existencia como propiedad necesaria (Meditación quinta).
Primera edición latina de Meditaciones
metafísicas (1641), de René Descartes
En la sexta y última meditación, Descartes pasa al problema de la existencia de las cosas naturales. Alcanzada la certidumbre de la existencia del espíritu como realmente distinto de toda posible realidad corpórea, se puede examinar de dónde derivan todas las impresiones y facultades. La sensación, en la que estamos pasivos, nos atestigua la existencia de nuestro cuerpo y de lo que percibimos fuera de nosotros. Nuestra naturaleza resulta, pues, de la unión del alma con el cuerpo. De ello proceden las inclinaciones y tendencias que nos enseñan lo que es dañoso para el cuerpo. Los errores de los sentidos, que a veces nos hacen desear cosas dañosas, dependen de nuestro juicio apresurado y del funcionamiento de nuestros nervios, que transmiten sensaciones particulares locales.
Pero este funcionamiento, sirviendo para localizar las sensaciones, es fundamentalmente bueno, y el testimonio de los sentidos merece ordinariamente confianza. Si bien el resultado de la unión del espíritu con el cuerpo es fuente de errores, la naturaleza humana está, sin embargo, organizada de una manera que tiende en general a nuestro bien. La falta de coherencia (propia de nuestra experiencia normal) caracteriza al sueño y nos permite distinguirlo de la vigilia.
Las objeciones de carácter general o particular a las Meditaciones metafísicas comenzaron ya viviendo Descartes, de la mano de autores como Johan de Keter, el Padre Mersenne, un "célebre filósofo inglés" (Thomas Hobbes), Antoine Arnauld y Pierre Gassendi, entre otros. Tales objeciones fueron numerosas y no carecían de relevancia: si en Dios la existencia está conexa intrínsecamente con la esencia, ¿cómo es posible probar la primera no pudiendo nosotros conocer la segunda? ¿Cómo es posible tener de Dios, ser infinito, aquella "idea clara y distinta" que para Descartes es condición necesaria para admitir la verdad de una idea?
Por otra parte, ¿no es un círculo vicioso admitir que cualquier idea clara y distinta es verdadera porque Dios, que la produce en nosotros, es veraz, y admitir por otra parte que existe un Dios verdadero porque tenemos de él una idea clara y distinta? Y la "claridad y la distinción" de una representación o percepción, ¿puede tal vez garantizar la verdad de un juicio fundado sobre ella? ¿No es toda la historia de los errores una prueba en contrario?
También se desaprueba en Descartes haber admitido la existencia en nosotros de "ideas innatas". Descartes explicaría después (en respuesta a Thomas Hobbes) que en sentido propio sólo la facultad de producirlas es innata, formándose ellas necesariamente en el espíritu de cada hombre. Otro punto de los más discutibles y discutido es su concepto dualista de alma y cuerpo, substancias separadas y que se excluyen mutuamente, y con todo reunidas y compenetradas en el hombre y sólo en el hombre (para Descartes, los animales son máquinas) y actuando una sobre otra de manera tan evidente como inexplicable. La desvaloración que en el racionalismo de Descartes se hace de todas las categorías de las actividades del espíritu no reducibles a ideas claras y distintas (el arte, la historia, el instinto, la intuición) había de provocar más tarde la reacción romántica.
La filosofía cartesiana de las Meditaciones metafísicas está expuesta (a diferencia del Discurso del método, de carácter autobiográfico) en forma asertoria y filosófico-sistemática; y su influencia fue grande no sólo por el nuevo criterio de verdad y por haber puesto la razón en el centro de la intuición de la vida humana, contra las pretensiones de la autoridad exterior de las tradiciones y de las costumbres, sino sobre todo por los problemas que suscitó, sin resolverlos, constituyendo una levadura que había de fermentar en el pensamiento posterior, tanto en el de sus seguidores como en el de sus adversarios (Malebranche, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume), hasta llegar a la conciliación del intelectualismo y el empirismo operada por Kant. Por todo ello, el Discurso del método y las Meditaciones metafísicas son consideradas como las obras clave que marcan el inicio de la filosofía moderna.
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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