Ludwig van Beethoven

 
La sordera. Esta condena a la soledad fue patéticamente sellada por la dolencia del oído que, manifestada en sus primeros síntomas en 1794-96, se transformó poco después de 1800 en una sordera incipiente que pasó a ser total con posterioridad a 1814. En la vida y en el arte de Beethoven, este infortunio queda atestiguado por un documento conmovedor, que recibe el nombre de Testamento de Heiligenstadt (denominación de un suburbio vienés): una carta a sus hermanos -aun cuando, de hecho, dirigida a la humanidad- escrita en 1802 y en la que el músico habla de la dolencia que hacía huraño y malhumorado a quien tanto deseaba la sociabilidad humana, y describe la crisis trágica de desesperación que había estado a punto de desembocar en el suicidio, idea finalmente superada con una decisión heroica de su voluntad: la resolución de no dejarse abatir por la adversidad, de aceptar el reto y transformar el dolor en elevación moral, belleza artística y amor inagotable a la humanidad.

Superada la crisis, continuó trabajando frenéticamente con ayuda de unos audífonos especialmente confeccionados para él y encontró un inestimable colaborador en el recién inventado metrónomo, útil del que se sirvió para consolidar la arquitectura, el ritmo y la dinámica de sus obras. La sordera del maestro fue origen de alguna conmovedora anécdota, como la ocurrida tres años antes de su fallecimiento, con ocasión del estreno absoluto de su Novena Sinfonía: Beethoven se había atrevido a dirigirla y, cuando el último sonido del esplendoroso finale se extinguía, no se percató del aplauso atronador con que se le obsequiaba y permaneció de espaldas al público, ensimismado en sus pensamientos, hasta que uno de los solistas tocó delicadamente su brazo e hizo que se volviera; quizás por última vez, su rostro se iluminó expresando la más completa felicidad. En la imagen, los primeros audífonos que utilizó Beethoven.