Ludwig van Beethoven

 
Fidelio. Durante la última fase de su actividad creadora, la vida del artista fue apartándose cada vez más de las convenciones sociales. En tiempos del Congreso de Viena, Beethoven conoció un último esplendor de gloria mundana: ante los soberanos y príncipes llegados de toda Europa a la capital austriaca para reglamentar la sucesión napoleónica, dirigió todavía personalmente una composición de circunstancias, Victoria de Wellington, que celebraba, con el concurso de cañonazos y onomatopéyicas descargas de fusilería, el triunfo de los aliados en Leipzig sobre el ejército de Napoleón: los músicos más insignes de Viena se habían distribuido humildemente los diversos papeles de la orquesta, en homenaje al compositor que había acabado por imponer la grandeza de su personalidad incluso a quienes no lograban comprenderle. Años atrás, en 1805, el estreno de su ópera Fidelio había sido un fracaso: tras dos accidentadas representaciones en las que abundaron los silbidos y los pateos, Beethoven se vio obligado a retirarla y, en un acceso de cólera, estuvo a punto de destruir libreto y partitura. Sin embargo, pudo más su amor a la obra perfecta y en los años siguientes trabajó minuciosamente con objeto de mejorarla. Cuando en 1814 fue llevada de nuevo a los escenarios, Fidelio fue acogida con vítores y el maestro, con amarga ironía, comentó que ello se debía a que "Beethoven no había podido dirigir la orquesta"; en efecto, en esa época ya se encontraba completamente sordo. En la imagen, una moderna representación de la obra.