René Clair

(René-Lucien Chomette; París, 1898 - 1981) Director de cine francés. Nacido en el seno de una familia de comerciantes, a la edad de siete años comenzó ya a escribir pequeñas obras de teatro y poemas, afición que poco tiempo después le llevaría a colaborar en diversas revistas juveniles antes de dedicarse por completo al periodismo. Al estallar la Primera Guerra Mundial se presentó voluntario para servicios sanitarios en el frente de batalla, y los horrores que allí vivió le hicieron caer en una intensa crisis personal.


René Clair

Tras pasar una temporada de reposo en un convento de Bélgica volvió a su ciudad natal y, como mera diversión ajena a sus ocupaciones de periodista, escribió canciones para Damia, una conocida intérprete de cabaret y que tanteaba en aquel momento sus posibilidades como actriz cinematográfica. Por mediación de ella, René Clair pudo iniciarse como actor y conocer la industria y el oficio desde dentro antes de dar el salto a lo que verdaderamente le interesaba: la dirección.

Su debut tras las cámaras, posible gracias a la confianza puesta en sus posiblidades por el conocido productor Henri Diamant-Berger, se produjo por la puerta grande con París dormido (1923), una deliciosa mezcla de humor y fantasía realizada con poco dinero. Esta película, que describe el caos de la capital francesa al quedarse dormidos sus habitantes como consecuencia de un rayo que emite un científico loco, dejó sentado bien a las claras el registro principal por dónde iba a moverse Clair a lo largo de su trayectoria: la fusión entre sueño y realidad, lo trascendente y lo cotidiano.

El relativo éxito comercial de este film no logró sin embargo que su realizador abandonara el periodismo, aunque comenzaría a volcarse en las secciones culturales y en la puesta en marcha de un suplemento cinematográfico donde escribió varios artículos teóricos de calado, recogidos años más tarde en un libro emblemático: Reflexion faite.

Pero el veneno de la dirección cinematográfica seguiría tentándole y la insistencia del pintor y poeta vanguardista Francis Picabia hizo el resto: surge así el cortometraje Entreacto (1924), complemento visual a un espectáculo de ballet que suscitará auténtica fascinación por su rítmica puesta en escena y por el torrencial juego de imágenes coreográficas que tanta influencia tendría años más tarde en Busby Berkeley. Pero su estilo nada académico, el escándalo que provocó en sus financiadores -alarmados por planos que consideraban de mal gusto-, y la participación de ilustres personalidades de la vanguardia como Man Ray o Marcel Duchamp condenaron la película a un cierto ostracismo en sus exhibiciones públicas.

Decidido a situarse en la industria cinematográfica como director, rodará entonces varios títulos próximos al ideario estético de las vanguardias (como El fantasma del Moulin Rouge, 1924, o El viaje imaginario, 1925) hasta desembocar en el vodevil con su film mudo de mayor éxito: Un sombrero de paja de Italia (1927). Ambientado en la Belle Époque de finales del siglo XIX, se acercaba en muchas ocasiones a la comedia slapstick de Buster Keaton, Mack Sennett o Harry Langdon, por la que René Clair manifestó siempre tanta admiración, aunque algo suavizada en el tono para acercarla a registros humorísticos más románticos.

La Tour (1928), un cortometraje documental en el que describía la construcción de la Torre Eiffel, vino a señalar su despedida del cine mudo, del cual se erigió pronto en uno de sus principales defensores frente a la llegada del sonoro, tal y como también haría en Estados Unidos Charles Chaplin. Pero tras apenas un año observando las posibilidades que ofrecía el nuevo medio, se decidió a dar el paso definitivo rodando Bajo los techos de París (1930), que lo destacó como uno de los máximos talentos del cine mundial.

Las sorprendentes fórmulas expresivas utilizadas en este film tendrían una enorme influencia: la cámara en continuo movimiento que describe el ambiente donde se desarrolla la trama, o la ausencia ocasional de imagen para que el sonido conduzca la acción, como ocurre en una de las secuencias más justamente alabadas de toda la historia del cine (un disparo apaga el único farol de la calle y en medio de la oscuridad se escuchan gritos, palabras sueltas, silbatos de policía y el ruido de un tren).


Fotogramas de Me casé con una bruja (1942)

Si algún tema caracterizará el cine de René Clair a partir de la llegada del sonoro, aunque esté presente también en varios de sus filmes anteriores, va a ser la alegría de vivir, incluso en las peores condiciones y tras sufrir dolorosas tragedias. Los ambientes turbios o sórdidos darán cobijo a vagabundos bohemios o parejas sin dinero que muestran sin tapujos su felicidad sentimental, madres solteras que intentan sobrevivir con esfuerzo aunque sin perder la esperanza o músicos ambulantes que viven en modestas buhardillas, hasta configurar un universo próximo al realismo poético donde la reconstrucción de calles y edificios enteros en los estudios jugaría un papel determinante. A ello hay que añadirle una extremada habilidad para efectuar una sátira social capaz de moverse en unos límites aceptables para un público económicamente acomodado y divertidos para los espectadores más populares.

El millón, ¡Viva la libertad! (ambas de 1931) o 14 de julio (1932) contribuirían en ese sentido a su asentamiento en el Olimpo de los cineastas mundiales, por su ingeniosa maestría en el ámbito de la comedia y al mismo tiempo su capacidad para acercarse a la provocación vanguardista y a interpretaciones un tanto sesgadas del anarquismo, mediante tramas argumentales que exponían la necesidad de abolir el trabajo y el dinero como mecanismo de intercambio económico o la defensa de actitudes extravagantes.

El millón y ¡Viva la libertad! son farsas sobre los aspectos grotescos de la burguesía concebidas como comedias musicales; cada secuencia tiene en ellas una armonía musical interna que se visualiza mediante la rítmica alternancia de planos largos y cortos. El movimiento es esencial, y así no falta por tanto la tradicional secuencia de la persecución, que vemos en El millón, cuando todos corren por las calles de París para recuperar la chaqueta que contiene un billete de lotería premiado, del mismo modo que en ¡Viva la libertad!, cuando los más variados personajes se lanzan a coger el dinero que, como llovido del cielo, cae de la maleta del millonario fabricante de tocadiscos. Con elementos claramente futuristas, radicados especialmente en la escenografía -gran aportación de Lazare Meerson-, Clair plantea aquí la máxima burguesa de que el dinero no da la felicidad, con una crítica al trabajo en cadena y al nuevo capitalismo surgido del imparable triunfo de la revolución industrial, tema que Charles Chaplin retomaría cinco años más tarde en Tiempos modernos.

En 1940, temeroso del ambiente que se respiraba en Europa con el ascenso al poder de regímenes totalitarios como los de Hitler, Mussolini o Francisco Franco, emprendería viaje con destino a Hollywood para acabar siendo contratado por Universal. A La llama de Nueva Orleans (1941), una película muy influida por el estilo personal de Frank Capra, le seguiría Me casé con una bruja (1942), donde logró retornar a uno de sus lugares predilectos: la fusión de realidad con fantasía.

Sin embargo, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, y aunque su posición dentro de la industria norteamericana estaba consolidada, decidió regresar a Francia y poner en marcha un proyecto muy personal: El silencio es oro (1947), film satírico que aspiraba a homenajear la magia perdida de los pioneros cinematográficos y los encantos de una ciudad como París a la que tanto debía.

Pero dicho retorno contribuiría tan sólo a perjudicar su antigua posición de privilegio: lejos de los Estados Unidos, donde infinidad de colegas europeos estaban triunfando, y con una industria europea sumergida en una profunda crisis, cada vez encontró más dificultades para poner en marcha sus películas y que éstas se comercializaran en las debidas condiciones. Por eso mismo, las décadas de los cincuenta y los sesenta asistieron a una prolongada agonía creativa de quien durante tantos años había sido punta de lanza del cine europeo.

La extensa trayectoria cinematográfica de René Clair, iniciada en pleno período mudo y cuyo fin a mediados de los años sesenta coincidió con el estallido de movimientos rupturistas como la "Nouvelle vague", ha gozado históricamente de una elevada estimación artística. Sin embargo, en los tiempos actuales su nombre comienza a quedar sepultado bajo el olvido y sus películas apenas se difunden, debido quizás al hecho de que a lo largo de su carrera mantuvo un difícil compromiso en defensa de un cine a caballo entre las propuestas más radicales de vanguardia y la búsqueda de amplios sectores del público popular, no gozando ahora por tanto de la consideración de autor incontestable para ciertos intelectuales ni tampoco de la fama eterna que otorga el haber trabajado con míticas estrellas del celuloide moldeadas por sus manos.

En definitiva, su nombre empieza a ser desconocido para las generaciones actuales (pese a la crucial influencia que tuvo sobre directores como Luis Buñuel). Su importancia dentro del género de la comedia, la fascinante visión ofrecida con decorados sobre la ciudad de París o los hallazgos visuales presentes en sus largometrajes marcaron, sobre todo, la época de transición del mudo al sonoro.

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].